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Los gobiernos del mundo aplican medidas excepcionales para combatir el Covid.
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La normalización de estas medidas pone en grave peligro la libertad y la privacidad individual.
Los Estados se alimentan de miedo. Crecen con cada bocado y a su gordura la llaman seguridad. Y entre más espacio ocupa, menos lugar queda para la libertad y para –su forma más discreta e individual– la privacidad.
Así fue, por ejemplo, con la Ley Patriota promulgada en Estados Unidos tras el once de septiembre de 2001, y así está siendo hoy con el Covid19. Con la primera, toda persona se convirtió en un potencial terrorista que debía ser preventivamente supervisado; con la segunda, todos somos agentes patógenos: la vigilancia se vuelve entonces un asunto de salud pública.
Rastreo de ubicación y datos móviles; aplicaciones para registrar si has tenido contacto con algún infectado; cámaras de vigilancia con reconocimiento facial; lectores de temperatura corporal; drones que persiguen a la gente que sale hasta sus casas. Son pocos los gobiernos del mundo que no están emulando estas acciones (no porque no quieran, sino por falta de tecnología), originalmente implementadas por China, referente consabido en materia de controles liberticidas. Estas medidas de seguridad están borrando las distinciones entre gobiernos autoritarios y democráticos en materia de vigilancia ciudadana, recordándonos que el Estado no desaprovecha una excepción para crecer (Top10VPN creó una plataforma para seguir nuevas apps de vigilancia creadas y su uso discriminado por país).
Lo inédito de este fenómeno, así como de todos los que se han derivado del coronavirus, es su escala global. No tanto por los Estados, siempre hambrientos de privacidad ajena, sino por los mismos individuos que, por miedo, piden a gritos vigilancia sin reparar en las consecuencias futuras, o quizás creyendo que será algo pasajero. Pero no hay nada más permanente que una medida temporal del Estado. El Estado no adelgaza tan rápido como engorda; es muy celoso de su obesidad. Y si estas medidas son útiles para combatir una pandemia, lo serán más aún para combatir disidencias políticas.
No se niega que situaciones como esta requieren medidas excepcionales, decisiones efectivas que no pueden demorar largas deliberaciones parlamentarias y sondeos de opiniones públicas. Aunque tampoco se admite que esta sea la primera enfermedad con cura desconocida irrigada en este siglo (recordemos el Sars-Cov-1 en el 2003); aunque los científicos insistían en la importancia de la investigación, no se hizo el caso pertinente. La responsabilidad individual también juega un rol de primera importancia; decidir quedarse en casa tras haber meditado las razones, y no porque lo digan en televisión, también es una forma de ejercer la libertad y la razón.
La preocupación estriba en la tendencia a utilizar el Estado de Excepción como paradigma normal de gobierno, en la suspensión de garantías constitucionales y derechos individuales (libertad de tránsito, libertad de reunión y la privacidad sobre esta información) como medida sanitaria preventiva a largo plazo. La Ley Patriota permaneció, como también permaneció la cultura del terror en los medios de comunicación. Ahora, ya estamos viendo las primeras manifestaciones biopolíticas de pasaportes con tarjetas sanitarias indexadas.
El miedo es el peor enemigo de la libertad. A mayor miedo, se cede más libertad y privacidad con la esperanza de seguridad. Pero lo táctico se convierte en estratégico: los gobiernos se engolosinan y no devuelven tan fácil sus nuevos poderes. Hacen propaganda, convencen a todos de que una nueva pandemia puede estar a la vuelta de la esquina, y que sin su vigilancia total será imposible refrenarla. Entonces se confunde el orden con sumisión; aceptas de buen grado, por tu bien, la vigilancia.
Vivimos la peste con WiFi. Nuestra vida, ya de por sí digitalizada, se digitaliza cada vez más. Así, el panóptico no necesita verte físicamente para vigilarte: la supervisión es tan invisible como un virus. Y teniendo nuestra información más valiosa e intima en nuestros dispositivos, utilizar herramientas para evitar la invasión a la privacidad es derecho y deber como ciudadanos digitales.
Hay unos pocos que siempre resisten, que entienden la importancia de intentar hacerle contrapeso al poder y de usar las herramientas a su alcance para proteger los espacios de privacidad y libertad individual. Este ha sido el proyecto cypherpunk desde sus inicios, atendiendo a una necesidad inherentemente humana. Así lo expresó Eric Hughes en su Manifiesto:
La gente ha estado defendiendo su privacidad durante siglos mediante susurros, oscuridad, sobres, puertas cerradas, apretones de manos en clave y mensajeros. Las tecnologías del pasado no permitían una encriptación «fuerte», pero las actuales sí. Nosotros los cypherpunks nos dedicamos a construir sistemas anónimos. Defendemos nuestra privacidad con criptografía, con sistemas de envío anónimo de e-mail, con firmas electrónicas y con dinero electrónico.
Un Manifiesto Cypherpunk – Eric Hughes
El futuro, con excepciones cada vez más normalizadas, parece cada vez más un batido orwelliano y huxleyano: una sociedad algodonada e irresponsable que cede su libertad a la vigilancia Estatal.
La privacidad puede parecer una tarea de Sísifo cuando se repara en las dimensiones y los poderes de quiénes pretenden censurarla. Insistimos en la tarea aún ante la asimetría de poder. Refrenamos, pero no lo detenemos. Pero como la “privacidad ama la compañía” se hace necesario alzar la voz y recordar los peligros de normalizar la excepción, a riesgo de que por usar herramientas de privacidad quedemos cada vez más expuestos. La privacidad no es un lujo: es el derecho a una vida interior. No hay que permitir que el miedo nos la arrebate.
Descargo de responsabilidad: los puntos de vista y opiniones expresadas en este artículo pertenecen a su autor y no necesariamente reflejan aquellas de CriptoNoticias
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