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La pandemia por COVID-19 ha servido a ciertos gobiernos como excusa para imponer más controles.
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El mundo presencia una lucha entre los que quieren más poder y aquellos que desean descentralizarlo.
¿Cómo se siente despertar en una ciudad desolada, donde los humanos se ocultan en sus casas, temerosos de que una policía sanitaria los capture? Hace tres años esta sería la trama de una película o novela de ciencia ficción, pero en la actualidad simplemente es el recuerdo de las vivencias que hemos tenido desde los primeros meses del 2020 producto de la pandemia por COVID-19. Peor aún, es la rutina diaria de más de 20 millones de personas en Shanghái, principal ciudad de China; donde se sufre la peor cuarentena jamás antes vista.
Es por eso que hoy quiero hablar de Shanghái: en donde el terror y el dolor humano se cristalizó todo un mes entero, ante los ojos despavoridos de aquellos usuarios que seguían la situación en las redes sociales. Y traigo este tema a la mesa porque me parece que no fue suficiente el estupor que ha generado esta ciudad, en la población mundial, en donde miles de personas hambrientas exigen sus derechos más básicos. Estos han sido coartados por una serie de medidas draconianas que buscan disminuir los casos de COVID-19 al eliminar la libre circulación por la ciudad.
¿Qué nos ha pasado para insensibilizarnos tanto?, me pregunto al ver que no son muchos los que se escandalizan por la situación actual en China. Consumimos el dolor ajeno como si se tratase de otra serie de Netflix. Lejanos, silenciosos, sintiéndonos seguros mientras comemos comida chatarra, a la vez que tragamos sin digerir toda aquella violencia. Algunos dirán que los humanos siempre hemos sido así: sensacionalistas y, a la vez, insensibles. «Si algo no es nuevo, si algo no me pasa a mí, entonces no me importa», parece ser la máxima.
La situación luce más controversial en la actualidad debido a que internet nos permite acceder en tiempo real al dolor de los otros y consumimos imágenes, tras imágenes, de guerra y muerte. Entonces, ya nada es nuevo. Ni el clamor de una madre por su hijo con fiebre, ni un suicida que no pudo soportar el encierro, ni un pueblo entero pidiendo compasión. Pongámoslo en contexto: ya a muchos se les olvidó que en Ucrania ocurre una invasión y que siguen muriendo docenas de niños en sus casas. ¿Y China? China queda demasiado lejos para sentir su sufrimiento como mío, repitiendo la misma premisa que nos llevó a pensar que el COVID-19 jamás nos alcanzaría.
Lo que «los insensibles» y «despreocupados» no están viendo es que estamos frente a otro tipo de virus pernicioso que quiere acabar con los derechos de los humanos desde hace siglos, y nosotros lo hemos dejado ser. Es el virus del autoritarismo, del control y del poder. Ese ya lleva demasiadas generaciones bajo su yugo y, con la conformación de un mundo cada vez más digitalizado, planea fortalecerse hasta niveles insospechados. Es ese el mal que aqueja a los ciudadanos de Shanghái y los mantiene cautivos en sus casas, pero es también el que acecha a nuestras familias y comunidades.
Shanghái es el ejemplo de un destino del que nos tenemos que cuidar
Es debido a que este virus está pululando con cada vez más fuerza en el mundo que creo que es tan necesario hablar de Shanghái, sobre todo bajo una visión bitcoiner. Aquí no vengo a hablar de que Bitcoin es la moneda más resistente a la censura y todos los beneficios que otorga a nivel de descentralización financiera, sino más bien de los principios que fundaron a esta criptomoneda y que hacen que cada vez más personas formen parte de su comunidad. Sí, me refiero a la libertad, a la privacidad y al poder comunitario.
Para mí resulta cada vez más obvio que nos tocó vivir en una época en donde se está librando una batalla de fuerzas que tienen la capacidad de determinar el futuro de nuestra libertad como ciudadanos. ¿A qué me refiero con esto? Veo Estados empeñados en tener más y más cuotas de poder sobre su ciudadanía, como el gobierno de China, o el de Canadá o la misma Rusia —no quiero dejar por fuera a Estados Unidos y a Europa, así que se ganan su mención honorífica—. Entonces, proponen reformas para saber dónde depositamos nuestro dinero, a quienes apoyamos, a dónde vamos e, incluso, con quiénes nos reunimos. Es decir, apuestan a saber cada vez más sobre nuestra vida íntima y decidir sobre ella.
Esto es lo que ocurre en Shanghái hoy en día. Bajo la idea de que imponer una cuarentena estricta y vigilada es “científicamente” más efectiva (según palabras del partido popular de China), se imponen restricciones para que puedas movilizarte en la ciudad, para comprar medicamentos, para reunirte con vecinos y hasta para salir de tu propio hogar. Esto ya lo vivimos en Europa, también en Latinoamérica, pero en China el control social se lleva incluso a un nuevo nivel.
Nunca estuve en desacuerdo con el distanciamiento social, indudablemente para proteger a los más vulnerables podíamos autoimponernos una cuarentena y era esta parte de nuestra responsabilidad civil. Sin embargo, no puedo estar de acuerdo que, bajo la idea de erradicar una cifra de contaminados, se maten mascotas, se separen a padres e hijos y se capturen edificios enteros para convertirlos en hospitales provisionales. Una medida para salvar la vida no tiene por qué generarle dolor a toda una población, la cual ha sido incapaz de acceder a los servicios básicos por más de un mes.
De esta manera, se leen testimonios dolorosísimos de personas que no tenían medicamentos, o acceso a ayuda médica, ni a alimentos, porque el gobierno de China había decidido que bajar las métricas de COVID-19 es más importante que los derechos humanos básicos. La gente deja de ser personas para convertirse simplemente en cifras. Y es allí donde uno puede notar que las decisiones no se toman realmente para salvaguardar a la población, sino para mantenerla obediente y controlada.
La línea entre la libertad y la sumisión es muy delgada, y siempre está siendo jaloneada por el gobierno de turno (de países como China) que desea inmiscuirse en la vida privada de los ciudadanos bajo el febril sueño de mantenerse eternamente en el poder. El control de un Estado no puede valer la vida de cientos de personas y los derechos de millones. No obstante, esta ha sido la historia del mundo año tras año, siglo tras siglo.
Entonces, ¿por qué creo que está ocurriendo una batalla y no solamente la instauración de un modelo antiguo de gobierno? Pues, porque también creo que existe en la ciudadanía una resistencia hacia estos esquemas autoritarios. El humano también reclama la libertad como su derecho más básico, porque se sabe y se siente digno de merecerla. En un mundo ampliamente globalizado y con acceso a Internet en un clic, resulta cada vez más difícil desmovilizar las voces de los ciudadanos y su descontento.
En este contexto nace Bitcoin y se fortalece. Pero no bitcoin únicamente como moneda, sino como ideología, como una forma de pensar y vivir. Los principios de Bitcoin encarnan exactamente todo lo contrario a lo que propone el autoritarismo, al devolver a los ciudadanos el poder sobre sus finanzas y, por ende, el destino de su descendencia. Cada vez más los ciudadanos reclaman mayor privacidad, libertad y cuotas de poder representativo. La gente sabe que ellos también son un músculo de fuerza si se encuentran organizados, y es exactamente la belleza de ese sistema lo que encarna Bitcoin.
Por eso es tan importante hablar de Shanghái, porque nos recuerda que formar parte de este ecosistema y de este pedazo de la historia… es también luchar por esas libertades individuales. Fortalecer a la persona para, a su vez, empoderar a la comunidad. Bitcoin es una tecnología y una idea disruptiva, porque exactamente se opone y enfrenta a estos abusos de poder. Y nosotros, ya sea como bitcoiners o simplemente como ciudadanos, debemos seguir jalando la cuerda, exigiendo y defendiendo lo que es nuestro por nacimiento.
Shanghái es otro recuerdo de que la batalla sigue allí y que los poderosos no paran de morder para quedarse con todo. No dejemos que eso pase por ser insensibles o apáticos, porque el día de mañana el virus del autoritarismo podría estar también en nuestras casas.
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