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Definir el concepto de nación nunca ha resultado sencillo. Por lo general, a todos se nos vienen ciertas ideas a la cabeza: territorio, cultura, idioma, economía, leyes, religión. Símbolos y monumentos. Todo esto, compartido por un cierto número de personas en algún lugar del mundo. Es decir, una nación o quizás país o tal vez Estado —tres conceptos que suelen utilizarse como sinónimos, aunque no lo son específicamente— es un territorio donde las personas comparten cultura, lengua, moneda, leyes, religión, símbolos, monumentos e historia comunes. Pero eso es demasiado fácil para la complejidad en la que vivimos. No todos los ciudadanos de un mismo país comparten esos elementos. La cultura, lengua y religión son puntos que suelen divergir, e inclusive, si damos un paso más allá, también la economía lo hace con el concepto de ‘divisa’ —que no es más que una moneda extranjera, lo mismo, pero de otro país—. El territorio se pone en entredicho cuando emerge la pregunta de si la nación son sus ciudadanos (que pueden moverse a cualquier otro lugar del globo) o su emplazamiento físico. O acaso algo más, que no se puede atrapar nunca del todo. En lo particular, me parece muy acertada la definición del filósofo Roberto Augusto: «una «nación» es lo que los nacionalistas creen que es una «nación»», porque ese concepto «no significa nada fuera de la teoría que lo ha creado para sus propósitos». Curiosamente, en la misma línea, me viene a la cabeza también uno de los conceptos de Bitcoin del Sideways Dictionary, un diccionario del Washington Post y Google que explica todo con analogías.
Es como Tinkerbell, el hada que sólo existe si suficientes niños creen que ella existe. Bitcoin sólo funciona si suficientes personas creen que funciona. Podrías argumentar que lo mismo es cierto para todas las monedas.
Sideways Dictionary
Cuando pensamos en Bitcoin la primera palabra que aparece en nuestro diccionario mental es, probablemente, moneda. La siguiente puede ser tecnología. Bitcoin es una moneda digital y un sistema digital, creado por un tal Satoshi Nakamoto hace nada, apenas unos 8 años. Hay ahora un ‘hype’, una fiebre por utilizar tanto esta moneda —o monedas, si hablamos del ecosistema que ha sembrado— como su tecnología fundacional, la blockchain, que permite, entre otras potencialidades, transacciones internacionales instantáneas, registro inmutable de casi cualquier cosa, poderoso resguardo criptográfico de cualquier dato, seguimiento automático del objeto registrado desde su origen hasta su destino final y aplicaciones como los contratos inteligentes, es decir, contratos que se ejecutan a sí mismos tras establecer las pautas.
Empresas de todo tipo, como era de esperarse, ya han puesto sus ojos —y también su dinero— en esta tecnología. Microsoft, Toyota, Samsung, Fujitsu, JP Morgan, BBVA, Santander, Intel, Maersk, Cisco, IBM y un largo etcétera de todas las áreas, en todas partes del mundo, están experimentando con blockchain e inclusive con criptomonedas. Varios expertos han dicho que su revolución igualará o superará a la aparición del Internet, lo que no es poca cosa.
Sin embargo, más allá de lo meramente práctico, Bitcoin sigue siendo algo más. Es algo más que una moneda —un método de pago— y algo más que un sistema digital —una tecnología—. Para saberlo, quizás hace falta remontarnos un poco en sus orígenes.
Las monedas suelen crearlas los bancos, y las tecnologías, los científicos. Pese a ello, Bitcoin no fue creado por bancos ni por científicos. Fue creado en circunstancias más bien misteriosas en el seno de un grupo de activistas cibernéticos, mayormente programadores, que se hacen llamar a sí mismos ‘cypherpunks’. De allí nos vienen los primeros indicios e intereses de Satoshi Nakamoto, quien era parte de estos programadores, y quien firmó la autoría del primer documento que describe a Bitcoin (su Libro Blanco), pero que, respetando los ideales del grupo, se ha mantenido en el anonimato hasta la fecha.
Hablando de los ideales del grupo, estos se pueden resumir en una sola frase: la privacidad es igual a la libertad. ¿Y qué se necesita para conseguir privacidad? Criptografía. Más específicamente, transacciones protegidas con criptografía —matemática avanzadísima e incomprensible para la mayoría de los mortales—. Según el Manifiesto Cypherpunk de Eric Hugues:
La privacidad es necesaria para una sociedad abierta en la era electrónica (…) No podemos esperar que los gobiernos, corporaciones u otras grandes organizaciones sin rostro nos concedan privacidad (…) Debemos defender nuestra propia privacidad si esperamos tener alguna (…) Los cypherpunks escribimos código. Sabemos que alguien tiene que escribir un software para defender la privacidad, y como no podemos obtener privacidad a menos que todos lo hagamos, lo vamos a escribir.
Sideways Dictionary
Y, ¡ta-dá! Satoshi escribió el software de Bitcoin, basado por completo en criptografía para proteger y validar las transacciones. Una nueva moneda emergió, así como el gran libro contable criptográfico que le permite funcionar y que tanto interés está causando a nivel corporativo. Pero no vayamos hacia lo utilitario: Bitcoin nació de ese ideal de la privacidad (que en realidad no era paranoia de Hugues y compañía, si recordamos, entre otros, el famoso programa estadounidense de vigilancia global, PRISM) y eso no es algo anecdótico. En realidad, es la encarnación de ese ideal. Sirve para esto y para aquello otro, pero su verdadero potencial puede ir mucho más allá. Él está lejos de ser sólo un método de pago, y ya que la palabra «ideal» lo ha acompañado desde sus primeros orígenes cypherpunks, viene la pregunta del millón entonces: ¿Bitcoin es, o podría ser, una nación? Sí, sí, ya sé. ¿El territorio, la cultura, el idioma, las leyes y demás? ¿Cómo puede ser Bitcoin una nación? Pues bien, como mencioné desde el principio, el concepto de nación es bastante flexible. En Papúa Nueva Guinea, por ejemplo, se hablan 836 idiomas, que, por supuesto, pertenecen a grupos de personas totalmente distintos entre sí. ¿Qué la ha hecho una nación entonces? La política internacional. Alguien decidió poner un día en un documento que los tres territorios que hasta la fecha habían pertenecido a Inglaterra, Alemania y Países Bajos se fusionaran en uno solo. Papúa Nueva Guinea es tan Tinkerbell como el resto de las naciones que se fundaron en un papel junto a sus monedas y sus leyes hace unos dos siglos. Creemos que han existido por más tiempo gracias a los registros históricos, pero no es cierto: anterior al siglo XVIII, existían los reinados, donde el pueblo y su cultura poco importaban. La cultura es otra cosa. Viene enraizada en la gente, y la mayoría de las veces no se elige, ni se decide, pero en otras, como en los emigrantes, se adopta por voluntad personal. Una nación es, tal vez encima de todo, lealtad. Sus ciudadanos —tanto los que nacen como los que llegan— se enorgullecen de pertenecer. Y pertenecer es una palabra clave. Lo que me hizo pensar en esta idea extraña de que Bitcoin puede ser una nación fue un comentario inofensivo de Daniel Rybnik, profesor de Régimen Tributario en la Universidad de Buenos Aires (UBA), a propósito de la adopción de la criptomoneda:
No pasa solamente por la cantidad de ventas. Hay bitcoiners que van a comprar a estos lugares porque sienten que pertenecen. Eso no significa que vayan a pagar con bitcoins. La gente muchas veces prefiere sacarse los pesos de encima.
Sideways Dictionary
Hay bitcoiners que van a comprar a estos lugares porque sienten que pertenecen. Pertenecen… ¿a dónde? ¿a qué, exactamente? No pongo en duda la veracidad del comentario. Me doy cuenta de que yo misma lo haría: ir a comprar a un local que acepte bitcoins en lugar de a uno que no lo haga, aunque no pretenda gastar mis valiosos BTC (o criptomonedas). ¿Por qué? Por lealtad. Porque pertenezco al ecosistema. Porque de alguna forma me emociona estar en un sitio donde Bitcoin es bienvenido, como si visitara un local nacional estando en el extranjero.
Se ha afirmado, además, que Bitcoin tiene un innegable elemento turístico. El Parque de Cerezos de Hirosaki en Japón habilitó las donaciones en esta criptomoneda con el objetivo de promover el turismo, y, además, cada vez que un negocio en cualquier parte del mundo empieza a aceptar bitcoins gana nuevos clientes, que probablemente no gastarán allí sus bitcoins, pero sí se verán atraídos de forma irremediable. Empleados de uno de los primeros Subway en aceptar BTC en Estados Unidos llegaron a relatar como los bitcoiners llegaban incluso desde muy lejos para comprar allí una simple galleta, sólo por el placer de pertenecer. Por pura lealtad. Por un entusiasmo muy parecido al nacionalista.
Otro acto digno de mención es el de los desarrolladores de Bitcoin. Mantienen la red, básicamente, gratis. Los funcionarios de un banco reciben un pago por ayudar a mantener ese sistema. Los desarrolladores de Bitcoin, en cambio, escriben su código y sus mejoras sólo porque sienten que pertenecen. Y son muy viscerales al respecto, además. Bien, aquí se podría rebatir que muchos de ellos tienen sus propias empresas relacionadas con Bitcoin y el ecosistema blockchain, por lo que si el código se malogra sus negocios también lo harán. Pero no son todos, y esa no es toda la razón. Una emoción imposible de fingir impregna cada pedazo de la creación de Satoshi. Y es innegable que todos los bitcoiners se enorgullecen de pertenecer.
Tal vez aún no podamos responder a qué, pero si, más o menos, por qué: porque la economía fundada funciona y crece, porque el método descentralizado otorga más poder al usuario y menos a terceros, porque las posibilidades son inmensas, porque se conserva la privacidad al mismo tiempo que la transparencia. Porque Bitcoin es como un país libre, donde el control de la información, la cultura, el idioma, la economía y hasta las leyes y el territorio pertenecen únicamente a cada uno de sus ciudadanos.
Bitcoin puede ser una nación flotante, cuyo territorio existe allí donde sus usuarios lo han fundado, y cuyo gobierno, lejos de ser un Estado central que todo lo controla, yace en un código totalmente neutral que es configurado siguiendo las decisiones ‘de su pueblo’. ¿Es una nación, entonces? ¿La humanidad cambiará nuevamente de paradigma rechazando a la autoridad central, creando un nuevo tipo de unidad organizadora? ¿Eso es Bitcoin? Puede llegar serlo. Puede que ya lo sea.
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