Hechos clave:
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La centralización condenó el mundo, pero Malcolm guardaba sus esperanzas en un antiguo Bitcoin.
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Tenía que alcanzar la Capital Oculta.
Malcolm llegó a casa pálido y sudoroso, corriendo a empacar lo primero que se cruzó en su camino desde el armario de vidrio flexible. El keylogger translúcido de dos milímetros que había logrado instalar hacia tanto tiempo en la Oficina Principal dio sus frutos, a fin de cuentas.
— Sospechamos de Kane. Quiero que preparen una partida de inspección de inmediato y vayan a verlo.
— Señor, Kane es uno de nuestros hombres más leales y ha cruzado la prueba visual en varias…
— Dije de inmediato, Dench.
—… Sí, señor.
Tres segundos después de oír el audio desde su oficina, ya estaba saliendo por el tubo de teletransporte en su habitación directo a hacer el morral, y ya le había enviado un mensaje a Sarah para que buscara a las niñas en sus clases extracurriculares. Tenemos que ver la película esa del cuervo un día de estos, le dictó de forma precipitada al brazalete electrónico en su muñeca. Esa era la frase clave en su familia: han descubierto que soy inmune, que soy de la Cadena Vieja. Que soy un espía. Tenemos que escapar, de inmediato.
Mientras paseaba por la casa, reuniendo toda cosa útil que se le pudo ocurrir, vio trozos de los últimos diez años pasar delante de él como astillas en una explosión. El vestido térmico que le había regalado a su esposa por su cumpleaños. La caja de burbujas inteligentes de su hija Kathy y su peluche de oveja, Ovy. El pequeño cilindro negro en el que se encogía su estéreo. El control remoto de su nave híbrida. La pelota antiestrés mecánica, los pufs de agua, el cubo verde de hologramas con todos los vídeos familiares, el bate de béisbol que mejoraba los tiros de Giselle, su esponjoso Señor Pink, los portarretratos vintage que le encantaban a Sarah, las mesas de líquido violeta con adornos superfluos que se movían, las macetas de arbolitos coloridos y esponjosos que sus gemelas solían molestar hasta que estornudaban.
Casi todo se quedaría atrás, aunque el bolso que iba rellenando no tuviera fondo en esa dimensión. No había tiempo, no lo había para recogerlo todo, ni tampoco para lamentarse.
Pateó siete veces sobre un punto específico de la moqueta y una trampilla dio la vuelta, enseñando otro bolso ya relleno y encogido para caber en la palma de la mano. Contenía ropa térmica, alimentos conservados, medicamentos, dos casillas portátiles de campo, una linterna nuclear, cuatro teléfonos celulares antiguos y no rastreables, trajes de exterior, armas láser, un carro del 2005; todo lo necesario para emprender la huida en el mundo hostil que les aguardaba más allá de esas murallas. Ese era el “bolso útil”.
El otro, el que había estado rellenando, era una estupidez y lo sabía. Pero no había podido evitarlo. Sólo intentaba rescatar al menos un poco, un poco de esos diez años en la ciudad, donde se había casado y formado un hogar cálido aun en medio de todos los ojos vacíos que les vigilaban sin misericordia, esperando tan sólo un pequeño desliz.
Ya con ambos bolsos en las palmas, miró por el inmenso ventanal de la sala. Alguna que otra nave pequeña cruzaba el falso cielo azul brillante, entre los rascacielos móviles. Mucho más allá, apenas visible, de forma puramente conmemorativa, se alzaba una muralla de piedra caliza inmaculada. Desde allí se activaba el verdadero muro que intentaría no cederles el paso una vez detectados: un domo de láser.
Se llevó una mano al colgante que llevaba en el pecho siempre. Lucía como un cristal de cuarzo azul, pero, en realidad, ese era sólo un cascarón. Por dentro guardaba una vieja cartera fría que, a su vez, contenía un BTC de cadena vieja, no cuántica. De la primera blockchain, creada por los nunca muy bien descubiertos Satoshi Nakamoto.
Con el lanzamiento de las criptomonedas cuánticas, las cadenas viejas, las primeras blockchain, habían quedado casi inutilizables. Toda su historia se había mudado a las nuevas plataformas, pero un grupo de desarrolladores sentimentales habían decidido seguir manteniendo las principales cadenas viejas con nueva tecnología, sólo por diversión. Sus monedas se convirtieron en coleccionables no vendibles, transferidos sólo a aquellos que se identificaran con su especie de movimiento vintage-descentralizado: Cadena Vieja. Organizaban eventos culturales y educativos, y, en general, iban pavoneándose por ahí de que, gracias al criptomundo, la descentralización se había expandido por todo el globo.
Él se unió a la décima generación de Cadena Vieja en su adolescencia, casi como un error de juventud. Por aquellos años, el Centiex apenas comenzaba a ver la luz. Nadie le prestó mucha atención: tenían problemas más importantes. Había aparecido un nuevo elemento químico en el aire que dificultaba mucho más su filtración por las máquinas, y temían que sucediera lo mismo con el agua.
— Mal.
Los ojos azules de su esposa le miraban con apenas disimulado terror. A los pies de Sarah, Kathy y Giselle lo miraban expectantes, sin saber muy bien qué ocurría. Ambas tenían rostros idénticos, pero una era de color, como él mismo, y la otra tan blanca como su madre. Justo así las habían planeado. Dios, ellas eran lo último que se permitiría perder.
Se forzó a sonreírles, agachándose a su lado.
— Niñas, ¿recuerdan ese viaje de aventuras que les prometí que tendríamos? —asintió, tragando la poca saliva que le quedaba— Pues hoy es el día.
— Pero papi, mañana es día de escuela —se quejó la rubia Giselle.
Cerró los ojos con fuerza unos instantes. Si alcanzaban la Capital Oculta, habría escuelas. Y la alcanzarían. Tenían que lograrlo.
— No importa, amor —se forzó a seguir sonriendo—. Ya está todo arreglado, no habrá problemas. Ahora vengan, quiero que nos reunamos aquí —se apresuró a cambiar de tema y guiar a las tres hacia una esquina de la estancia, detrás de una columna y junto a una de las mesas.
Volvió la vista hacia su brazalete y ojeó la hora. Sólo quince minutos habían transcurrido desde que escuchara el fatídico audio. Abrió la pantalla holográfica y desde allí un app escondida, donde comenzó a teclear de memoria una cadena de 34 caracteres alfanuméricos: su contraseña y, también, una de las direcciones públicas de la cartera que llevaba en el pecho.
Sólo quince minutos… tras manipular la app, un nuevo tubo de teletransporte, antes oculto, fue ascendiendo en esa misma esquina. Era sorprendente cómo hacían falta sólo unos instantes para que todo a su alrededor se derrumbara.
— Kathy, tú vas con mamá y Giselle conmigo —instruyó.
— ¡Pero no puedo dejar a Ovy! —se horrorizó la niña.
Intentó calmarla acariciando su largo cabello negro, intentó no apartar la vista de sus grandes ojos inocentes e intentó aplacar el súbito terror a que desaparecieran.
— Ovy ya está aquí adentro, cariño —movió un poco una de las pequeñas bolsas atadas a su muñeca libre, como pulseras—. Y también el Señor Pink —añadió, mirando hacia la dudosa Giselle—. Ahora, vamos. Se nos hace tarde.
Con una última mirada llena de tristeza y miedo, su esposa se desvaneció junto a su hija Kathy, en medio de la luz azul del sistema. Habían hablado de ese día durante muchos años, y ambos sabían que llegaría, de forma inevitable. No había nada más que comentar, y menos frente a las niñas; pero, a la vez, quedaba un mundo por decir.
No tardó mucho en alcanzar a su familia en un túnel muy amplio, al suroeste, por el límite de la ciudad. A sólo unos 300 metros se veía una parte desierta del muro de caliza.
— Saca los trajes de exterior —masculló a su brazalete electrónico.
En seguida, una de las bolsitas en su otra muñeca comenzó a brillar en verde y varias burbujas de luz fantasmagórica emergieron, flotando frente a él y cambiando de forma hasta construir cuatro discos sólidos de algún metal.
— ¿Vamos al exterior? —se asombró Giselle— ¡Nunca hemos estado en el exterior! —al menos, su tono se oía emocionado.
— Bueno, dije que sería un viaje de aventuras, ¿verdad? —tomó en el aire los discos y los repartió, quedándose él mismo con uno— Adhiéranselo a cualquier parte, preferiblemente al pecho, y presiónenlo para activarlo.
Pronto, los cuatro estaban cubiertos de pies a cabeza por un traje negro de fibra ultraligera, incluido un casco flexible con filtro de aire. Las niñas se rieron.
— ¡Nos vemos cool! —celebró Kathy y él sonrió unos momentos.
— Es hora de cruzar, niñas.
Tan sólo tuvieron que caminar los pocos metros que los separaban del muro. No se veía un alma por la zona: las garitas de vigilancia estaban bastante lejos y nadie tenía mucho interés en acercarse a los túneles de filtro de aire, donde este venía con mala calidad.
Un sitio perfecto para construir un camino subterráneo de escape hacia el exterior, sin duda. Aunque este era un camino desechable, uno de los últimos, además: una vez activado, acabarían descubriendo su existencia, tanto como que las imágenes que las cámaras mostraban en esa zona eran falsas. Tenían que apresurarse.
Se quitó el colgante y lo apuntó hacia un bloque sólo ligeramente más claro que los demás en la muralla.
— Sujeto 89P13 —musitó, todavía con un rastro de humor que le permitió sonreír desvaído al recordar de qué película había sacado ese número de identificación personal, una de sus favoritas.
Un flash de luz emergió desde la piedra y escaneó tanto el colgante como su propio cuerpo, deteniéndose un poco más en las manos y en los ojos. Al segundo siguiente, el flash se apagó y una pequeña sección del muro se hizo a un lado para darles paso a una escalera que descendía hacia la oscuridad.
— Está muy oscuro, mami —se quejó Kathy, abrazada a una de las piernas de su madre.
Ellos compartieron una mirada y Sarah se agachó junto a sus hijas, tomándolas de las manos y sonriéndoles tranquilizadora.
— Está bien, cuando bajemos, encenderemos nuestros brazaletes. Será un camino corto. Además, recuerden que es una aventura, así que tienen que estar dispuestas a ser valientes, ¿vale?
Kathy y Giselle asintieron y él tragó duro, comenzando a liderar la marcha. Dispuestas a ser valientes… sus hijas jamás habían abandonado la cómoda mentira de las ciudades gobernadas. Nunca habían visto el oscuro exterior, ni mucho menos sabían sobre cuántos cadáveres se había alzado todo lo que las rodeaba.
Algún día debían aprenderlo, lo sabía. Pero era tan pronto para ellas que su corazón se encogía dolorosamente.
Una vez en la camioneta de siglos de antigüedad, blindada apenas por un escudo anti-radiación, mientras atravesaban los bosques de árboles luminosos y criaturas desconocidas, la niebla verdosa irrespirable y los largos tramos de eriales de ceniza con esqueletos diversos, él se atrevió a mirar por el retrovisor hacia los rostros de sus dos hijas, asomadas por el cristal de la ventanilla cerrada.
Nunca olvidaría la herida de sus ojos descubriendo que el cielo hacía mucho que no era azul. En realidad, estaba teñido de rojo, con nubes tan negras y pesadas como carbón. Un firmamento muerto y sin sol a la vista, lanzando apenas la luz de un atardecer perenne.
Tampoco olvidaría el exacto instante en que descubrieron su mentira, cuando voltearon hacia los ecos de alarmas estruendosas y las luces rojizas que se reflejaban en la niebla, desde la ciudad. Hasta unas niñas de su edad comprendían lo que eso significaba.
—… Estamos huyendo —musitó Giselle, pálida y con sus aterrados ojitos en el suelo.
Le habían hablado demasiado de lo que les pasaba a los traidores.
— Estaremos bien —sentenció Sarah, aunque ninguno de ellos lo sabía en verdad.
*
Los científicos y los Consejos de Gobernanza en cada territorio se habían dedicado a resolver el problema de la filtración del aire, así que nadie prestó mucha atención al grupito que, lento pero seguro, mordía en sus raíces descentralizadas y pedía volver a instalar ordenados gobiernos centralizados, donde las personas podrían ser “realmente protegidas”.
Los pueblos de cada territorio pedían tomar medidas inmediatas sobre la filtración, pero eso no sería posible hasta llegar a un acuerdo justificado entre todas las partes. Unos querían crear más infraestructura, otros proponían recurrir a la genética para soportar el nuevo aire, otros más pensaban que lo mejor y más simple sería buscar la forma de limpiar el nuevo elemento. Los recursos eran limitados, así que llevar a cabo todas las opciones no era posible. Ganaría la que probara ser más efectiva, pero las pruebas y las discusiones continuaban, sin muchos resultados.
En ese lamentable contexto, muchos creyeron que el problema era en verdad el modo de gobernanza. Si las cosas fueran como en el pasado, creían, cada territorio ya habría tomado sus propias decisiones, habría resultados en lugar de conflictos. La desesperación tocó a la puerta, entró y echó raíces.
Centiex pasó de ser un grupo radical sin importancia a tener verdadera voz en el mundo. Organizaron un solo “Grupo de Rescate” con científicos de todo tipo y se dedicaron a resolver el problema de la filtración. En apenas unos meses, de alguna forma, cuando nadie había sido capaz de hacerlo, lograron limpiar el aire.
Confianza y desconfianza ascendieron hacia ellos a partes iguales. Para muchos, Centiex se convirtió en la organización heroína de la Tierra. Otros, se preguntaron cómo sabían tanto sobre el nuevo elemento, cosas que todos los demás no habrían podido averiguar. Pero no había ninguna prueba. Toda su investigación fue transparente.
Así que su semilla de centralización creció aun en medio de un mundo descentralizado. Ellos habían triunfado allí donde su sistema fracasó, después de todo. Primero fueron pilotos de gobernanza, luego protestas, luego votaciones para establecer “Nuevos Reinos”, sospechosamente similares a los extintos países gobernados.
Se creó la Nueva Capital, con un gobierno (quizás) votado, pero totalmente centralizado. Con dinero centralizado, además, como no se había visto en siglos. La gente empezó a hablar de mayores beneficios al vivir allí, de mayor seguridad, del paraíso en la Tierra. De repente, a todos les encantaba la Nueva Capital, lo que llevó a la creación de más reinos, que no tardaron mucho en expandirse como una epidemia.
Mas algo extraño sucedía. No sólo era que de repente el mundo entero, incluso los más acérrimos defensores de la descentralización, hubieran cambiado de opinión. Lo descubrieron cuando los inmunes comenzaron a aparecer.
Una entre un millón de personas huía de la Nueva Capital, hablando horrorizada sobre una especie de prueba visual a la que eran sometidos todos los habitantes. Veían imágenes aparentemente aleatorias en una pantalla y salían de allí comportándose diferente.
Los Consejos de Gobernanza que quedaban se unieron para hacer frente al problema, pero ya era demasiado tarde. Centiex tenía un ejército masivo, recursos y tecnología para invadir sus ciudades con esa arma oculta. En unos años más, casi toda la población estaba convencida de sus métodos, bien porque habían sido sometidos a la “prueba visual”, o bien porque temían por ellos y por sus familias. Se vigilaba cada paso de cada ciudadano, en todo momento; y los traidores eran expulsados de las ciudades, sin nada, a morir en el oscuro exterior.
Los Consejos de Gobernanza fueron disueltos. La historia fue reescrita, el cielo volvió a ser oficialmente azul. Centiex tomó posesión de todos los sistemas y centralizó cada criptomoneda cuántica en existencia, inyectándoles además un código rastreador.
Lo único que quedó libre fueron los sistemas anteriores a los cuánticos, incluyendo las primeras blockchain, y sólo porque Centiex no se tomó la molestia de hackearlos. ¿Por qué lo harían, si esos sistemas eran inútiles contra la tecnología actual?
Al notar esto, cada integrante de Cadena Vieja se propuso convertir su pequeña organización educativa pedante en algo más. Añadieron capas de tecnología cuántica a esas blockchain con las que una vez funcionó el mundo entero, y se dedicaron a armar una guerra fría contra Centiex. En lugar de dispararles con armas, tenían repartida una buena red de espionaje por todos los reinos gobernados. Su principal objetivo era robar la tecnología de la prueba visual, aún desconocida para ellos. Esa sería la clave para recuperar su libertad.
Muchos inmunes e incluso no inmunes se unieron a ellos. En el segundo caso, dado el escenario de ser descubiertos, por desgracia, no quedaría más opción que el suicidio automático. No por primera vez, agradeció que aquellas imágenes nefastas no le afectaran.
Sin embargo, algo seguía molestándole. Tras muchos días de viaje, ya quedaba poco para alcanzar la Capital Oculta, donde se reunían las últimas fuerzas descentralizadas del mundo. En todo ese tiempo, sólo se toparon con un par de patrullas aéreas que lograron esquivar sin muchos problemas. No hubo persecuciones reales, ni amenazas cercanas.
Los centralizados odiaban salir de sus domos, pues sabían bien que, pese a los trajes de exterior, la radiación acortaría un poco más sus vidas. Pero tenían que haberlo perseguido… su huida estaba siendo demasiado fácil. Algo andaba mal.
Lo peor es que creía saber muy bien lo que era. Aunque no podía aceptarlo. Cerró los ojos con fuerza, recostado contra una de las columnas exteriores de la casilla portátil donde acampaban.
— ¿Estás bien, amor?
Abrió los ojos una vez más y detalló el rostro dulce y preocupado de su esposa. Sostuvo entre la suya la mano que había tocado su brazo con suavidad, la llevó a sus labios y posó en ella un beso.
— ¿Las niñas? —preguntó en lugar de responder.
— Ya dormidas. ¿Está bien que no sigamos moviéndonos? —inquirió, con el ceño fruncido.
Él dejó ir su mano, suavemente, sin mirarla. Cabeceó.
— Todos estamos exhaustos y les perdimos el rastro. Será mejor descansar un poco. Ya estamos cerca —dijo y Sarah asintió.
Antes de pudiera hacerle otra pregunta, la tomó entre sus brazos y la besó profundamente.
— Te amo —susurró sobre sus labios.
Ella le sonrió, con algo cálido en la mirada, y acarició su mejilla.
— Y yo a ti.
*
Al día siguiente, arribaron a una enorme extensión de erial que extendía sus cenizas grises por kilómetros. Allí detuvo el auto e invitó a su familia a bajar. A las niñas les puso un par de colgantes de cuarzo alrededor del cuello y se agachó frente a ellas, sonriéndoles melancólico.
— Adentro del cuarzo están sus primeras carteras de Cadena Vieja. Ahora son parte de los héroes que luchan por recuperar nuestro mundo —las animó—. Llévenlas siempre con ustedes. Son su identificación y su llave a las puertas correctas.
En los días pasados, no habían tenido más remedio que explicarles la verdad. A pesar del miedo y la decepción, sus niñas se mantuvieron tan valientes como pudieron y juraron que no lo abandonarían. Pronto, la idea de ser “heroínas como él”, se les había metido en la cabeza y no habían podido sacárselas.
Así que, ante el regalo, le sonrieron brillantes.
— Así que, ¿aquí es donde está la Capital Oculta? —intervino Sarah, mirando a sus alrededores— No se ve nada.
— Lo sé —contestó sombrío.
A continuación, presionó los cuarzos de las niñas y ellas empezaron a desvanecerse en la característica luz de un teletransporte. Los ojos azules de Sarah lo miraron, atónitos.
— ¿A dónde las enviaste? ¿¡Solas, Malcolm!? —le reclamó.
Se enderezó con lentitud, dándole la espalda.
— ¿Fue desde el principio? —preguntó con voz hueca— ¿Diez años esperando la oportunidad perfecta para descubrir la Capital Oculta? ¿O sólo fue una prueba visual cuando fuiste a buscar a las niñas?
Sólo el silencio le contestó por eternos momentos. Hasta que escuchó el característico sonido del arma láser reuniendo energía. Sonrió triste y decidió voltear hacia ella.
Sus ojos azules le observaban con inusitada frialdad y determinación, del otro lado de la pistola que le apuntaba.
— La descentralización condenó a nuestro mundo —afirmó ella—. Mira a tu alrededor. Apenas queda algo de todo lo que una vez tuvimos.
— ¡Eso lo hizo la guerra, Sarah! —gritó, frustrado.
— ¡La guerra contra ustedes! —replicó ella— Si nunca hubieran tenido la estúpida idea de eliminar a los gobiernos a costa de lo que fuera, de imponer su ideal como cualquier otro psicópata poderoso en la historia, nuestro planeta sería otro.
— ¡Ellos ya estaban destruyéndolo! —exclamó— ¡Estaban divididos, desordenados! ¡Todo el poder se centraba en el Norte mientras el Sur iba muriendo! En lugar de unir fuerzas para solucionar algo, sólo discutían y guardaban sus pocos recursos para sí mismos, permitiendo la destrucción del resto.
— ¡E ir a la guerra nos hizo un gran favor a todos, seguro!
La observó con aguda tristeza.
— Ir a la guerra nunca le hace ningún favor a nadie, Sarah. No tienes por qué hacer esto.
— Tengo y lo haré. Llévame a la Capital Oculta, Malcolm. ¿Realmente quieres que nuestras hijas se queden huérfanas?
Se llevó una mano a sostener el cuarzo.
— Te puse una barrera anti-transporte mientras dormías. No podrás irte sin que yo sepa a dónde vas —anunció ella.
— ¿Desde el principio, entonces? —insistió en un murmullo.
Los ojos de Sarah se anegaron, pero el arma nunca tembló.
— Si revelas dónde está la Capital Oculta, podremos negociar la amnistía total para ti. Por favor, Mal.
— Lo lamento, Sarah. En verdad que sí.
Cerró los ojos y apretó el colgante. El rayo de láser atravesó su proyección en azul mientras cada partícula de su cuerpo iba transportándose muy lejos de allí. Se había quitado la barrera esa misma mañana y había dejado en el auto la bolsa útil. Sólo la “inútil” seguía enredada en su muñeca.
Cayó de rodillas en un sótano oscuro, muy lejos. Las niñas debían estar en esa misma casa abandonada, en la parte de arriba. Golpeó el suelo. Una y otra vez, hasta que se dio cuenta de que todo su rostro estaba empapado y sus ojos picaban. Tardó mucho tiempo en poder pensar qué les diría a sus hijas, en poder levantarse, en poder salir de allí.
Días más tarde, los tres tocaban a las puertas inmensas de una ciudad oculta en el océano. Mucho más tristes, pero sosteniendo con firmeza sus monedas de cadena vieja ante los escáneres. La llave a una nueva promesa.
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Descargo de responsabilidad: Esta es una obra de ficción. Los nombres, personajes, empresas, organizaciones, lugares, acontecimientos o hechos que aparecen en la misma son producto de la imaginación del autor o bien se usan en el marco de la ficción. Cualquier parecido con personas (vivas o muertas) o hechos reales es pura coincidencia.
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