Hechos clave:
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El helado Urano esconde la novena palabra de los mil bitcoins
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La carrera se torna más peligrosa...
Lejos, escuchĂł el tintineo del hielo en su trago de whisky. Una patada de licra y botas negras atravesĂł su memoria como una flecha, seguida de un puño delicado envuelto en cuero directo hacia su nariz y que apenas habĂa esquivado. Unos ojos negros le habĂan mirado con fiereza bajo el fuego del gran anillo amarillo. Entre la espesa oscuridad y Ă©l se habĂa sentido tan inesperadamente aturdido por esos ojos que un golpe muy fácil de esquivar acabĂł estrellándosele en plena mandĂbula.
BebiĂł un poco más del amargo lĂquido y dejĂł que quemara en su garganta.
La derribĂł de una patada lateral y sĂłlo pudo pensar en acercarse. En quitarle la máscara que ocultaba la mitad de su rostro. A sĂłlo un instante de hacerlo, un dolor sordo atacĂł su pecho, salido de la nada, y, aturdido, se dio cuenta de que ese otro dolor en la espalda era porque habĂa caĂdo varios metros lejos. IntentĂł levantarse, pero la flama del anillo, la Ăşnica luz allĂ, comenzĂł a desvanecerse entre manchas negras como un huracán confuso, hasta que todo fue nada.
No pensĂł en que podĂa haber muerto o de que morirĂa de todas formas, abandonado en el laberinto a merced de los slenders. No tuvo tiempo.
Cuando despertó, horas después, en la cama del hostal en Caloris, el rostro de Itomi fue lo primero que vio. Con ojos burlones pero inquietos, le tendió un vaso de agua.
— Vaya inĂştil estás hecho, Soras. Se nos escaparon con la palabra. Es una suerte que haya estado corriendo detrás de ti, o ahora estarĂas en repartido en varios estĂłmagos hambrientos.
BebiĂł y no dijo nada, con un molesto dolor de cabeza pisoteándole las sienes. BebiĂł licor ahora y no dijo nada, con la molesta certeza de que Itomi era con quien se habĂa enfrentado en La Araña.
ÂżLo sabrĂa ella?
Un suave toque en la puerta lo sacĂł de entre sus sombras. ConocĂa bien ese modo de tocar, Ăşnico en su especie. SĂłlo por eso permitiĂł el paso, asĂ que, en seguida, Yong Fay estaba sentado frente a su escritorio.
— Soras. Veo que te has recuperado por completo.
— Señor Fay. En efecto. ¿Un trago? —ofreció.
— No gracias, no suelo beber antes de las cinco. Sé que ya discutimos lo sucedido en el laberinto, pero, ¿estás seguro de que no estás olvidando algo?
Mantuvo una expresiĂłn hierática, como de costumbre, con ambas manos sobre el escritorio. Cuando uno se proponĂa ocultar algo, era de pronto terriblemente consciente de ellas.
— No, a menos que el arma aturdidora incluyera Obliver —afirmó en seguida.
No habĂa mentido en su historia: el equipo preparado para seguirle se habĂa quedado con rapidez atrás, desacostumbrado al terreno difĂcil y oscuro del laberinto. Al final de su camino, se habĂa topado con un enemigo que usaba máscara y habĂan peleado hasta que otro, salido de dios sabrĂa dĂłnde, le habĂa atinado con un arma aturdidora.
Itomi no habĂa estado asignada al equipo del laberinto porque estaba buscando informaciĂłn fuera, pero, tras ver el holograma pĂşblico, les habĂa seguido. De no ser por ella, que logrĂł darle alcance despuĂ©s, quizás habrĂa muerto en La Araña.
Por supuesto, esa era sólo la “versión oficial”.
— ¿Qué hay de estos enemigos en el laberinto? ¿Crees que eran Mojave y Daxos? ¿Lograste reconocer algo de ellos?
Cuando se ocultaba algo, lo mejor era no intentar disfrazarlo de verdad. Lo mejor era no enseñarlo y punto. No hablar de ello. Lo sabĂa y, aun asĂ, se encontrĂł mintiendo a la cara de uno de los máximos lĂderes del Enjambre:
— Lo ignoro. Como era de esperar, estaba muy oscuro y mi ojo no funcionaba bien dentro del laberinto. SĂłlo sĂ© que uno era un hombre fornido y traĂa máscara; al que me disparĂł no lleguĂ© a verlo. Dudo mucho que fuera Daxos, en todo caso. Aunque quizás uno de los dos era Mojave.
Fay desviĂł la vista y se acomodĂł, reflexivo.
— ¿Nuestros principales oponentes han conseguido algún tercer aliado, tal vez?
Claro. Esa era la Ăşnica explicaciĂłn. Por eso, a pesar de oscurecer los mensajes, el pelirrojo y el anciano habĂan sido capaces de seguirlos.
— Tal vez —respondió—. Tal vez no. Tal vez estos son los mismos de Neptuno. Determinamos que hay al menos dos modos de operar distintos aparte del nuestro, ¿no es cierto?
— Asà es —confirmó Fay—. Pero, en fin, no tardaremos mucho en darles caza a todos o en dejarlos atrás. Aquà en Urano las reglas han cambiado, después de todo.
Se levantĂł con elegancia y le sonriĂł.
— El equipo de expediciĂłn saldrá en diez minutos. Quiero que los lideres, ya que fuiste quien casi logrĂł conseguirlo en Mercurio. De no haber sido dos contra uno seguramente habrĂas traĂdo a casa la palabra, Soras.
— No lo dude. Iré en seguida.
Mientras Fay le daba la espalda para ir a la puerta, Ă©l se preguntĂł si realmente no tenĂa que dudarlo. ÂżQuĂ© hubiera hecho al descubrir el rostro de Itomi al levantar la máscara? No estaba seguro. No tenĂa idea.
Tampoco la tenĂa ahora.
**
— ¡Ahhh quiero que se muera!
— Ya está muerto, Ritchie.
— ¡Quiero que se muera otras tres veces!
Ya llevaban más de una semana en Gelsberg, el reino más extenso de Urano, y otro BTC se habĂa perdido ante la impotencia de todos los participantes en la competencia.
“¡Jaja! ¡Ya van dos menos! Se esfuma su fortuna, amigos. Tic, toc, tic, toc…” habĂa sido el holograma pĂşblico salido de algĂşn lugar indefinido de Monte CĂ©firo, la cumbre nevada más alta de la zona. Ni siquiera el quĂmico de los cazadores podĂa oscurecer un área tan extensa y ventosa como esa.
La Ăşltima pista era distinta a las demás. Sobre todo porque no parecĂa una pista, sino que Hughes habĂa tenido el descaro de enviarlos a uno de los lugares más inhĂłspitos del planeta en busca de una criatura que no existĂa. O eso decĂa.
“Asà que ya vamos por la novena, ¿eh? Pues está en una cueva muy alta del Monte Céfiro en Urano, donde vive el yeti. Él la tiene, pregúntenle. Y ya saben, el temporizador no se detiene. ¡Suerte!”
El Monte CĂ©firo estaba repleto de cuevas, muchas de las cuales ni siquiera se habĂan descubierto aĂşn. ÂżCuál escoger entre todas? La del yeti, segĂşn Hughes… pero esa era sĂłlo una leyenda. Una penosamente plagiada desde la Tierra, además. Pocas criaturas habitaban esa cordillera desde la terraformaciĂłn y, sin duda, un gigante de pelo blanco no se contaba entre ellas.
ÂżQuĂ© diablos querĂa decir entonces?
HabĂan pensado que la clave podĂa estar dentro de la memoria que recuperaron en Mercurio, pero, al revisarla, descubrieron que no tenĂa nada dentro. Nada en lo absoluto. Un análisis más exhaustivo por parte de Hargan les revelĂł que sĂłlo se ocultaba dentro de ella una especie de comando de acceso remoto o puerta trasera. No lograron llegar al otro extremo de ese comando, asĂ que seguĂan igual.
Ni la moneda ni el disco les ofrecieron tampoco una salida esta vez. Por lo visto, la opciĂłn más viable era la que ya estaban aplicando los cazadores: explorar entre las cuevas más conocidas del Monte CĂ©firo. Itomi ya lo tenĂa cubierto, asĂ que ellos se habĂan quedado investigando. Él en los alrededores Remgreen, el poblado más cercano a los montes, y Hargan en el sitio que mejor dominaba: la red.
Su pequeño deseo para Hughes sĂłlo constituĂa una pausa para quejarse a gusto y caliente en la posada que habĂan escogido. Poca cosa hallĂł en el pueblo. SĂ, habĂa leyendas sobre yetis y otras variopintas criaturas en Monte CĂ©firo, pero nada Ăştil para ellos.
Se puso en pie de un salto tras un prolongado silencio en el que sĂłlo se escuchĂł el tecleo incesante de Hargan.
— Creo que acompañaré a la cazadora. Hay muchas cuevas.
— No te dejes capturar de nuevo, Ritchie —dijo despreocupado el mayor.
— ¡Por supuesto que no! Y aquà menos —bufó él.
**
ÂżCĂłmo habĂa acabado sentado en un rincĂłn, arrebujándose entre su chaqueta tĂ©rmica mientras miraba con resignado recelo las patadas frustradas de Soras Rosu contra un talud de nieve?
Ah, sĂ. Su pequeña expediciĂłn a las cuevas. Eso no habĂa tenido un buen resultado, en lo absoluto.
Para empezar, no se habĂa encontrado con Itomi ni una sola vez. Paseaba por una cueva secundaria a la IluminaciĂłn, que era una inmensa cĂşpula turĂstica repujada de cuarzos, buscando algo al menos ligeramente similar a un yeti, cuando se topĂł cara a cara con el lĂder de los cazadores rojos de la Tierra.
Iba solo y ambos torcieron el gesto y alzaron la guardia al verse. Él no fue tan rápido en sacar el arma aturdidora como Rosu en golpearle la muñeca para hacer que se le cayera, asà que pronto se vieron envueltos en una pelea cuerpo a cuerpo. O eso le gustaba decirse. En realidad, no era tan bueno como la cazadora en eso de las súper peleas de artes marciales, asà que tras esquivar un par de golpes le lanzó nieve a los ojos e intentó escapar a lo coloquial: cagando leches.
Rosu, por lo visto, decidiĂł arriesgarse a usar un arma láser. Y eso fue la perdiciĂłn para ambos, cuando el rayo acabĂł fallando y abriendo un boquete en el suelo. Él, tras oĂr el estruendo y, más aĂşn, el peligroso crujido bajo sus pies, se volteĂł a ver a Rosu como si fuera estĂşpido de remate.
El rubio tuvo la decencia de parecer mortificado tras mirar hacia su arma. Al parecer, habĂa olvidado cambiar la potencia. Dos segundos despuĂ©s, ambos resbalaban sin remedio entre la nieve, perdido el suelo y el camino.
Y allĂ estaban ahora, atrapados. En medio de una cámara natural salpicada por estalactitas gĂ©lidas que iluminaba su brazalete, con la posible salida taponada y llenos de rasguños y cortes. Era casi un milagro que siguieran con vida. El sitio por el que habĂan llegado hasta allĂ parecĂa ser una especie de tobogán natural, bastante resbaladizo, asĂ que era imposible subirlo de vuelta.
Pese a todo, lo que más le fastidiaba era la compañĂa. Lo observĂł apenas de reojo unos segundos, notando que habĂa dejado a un lado las patadas y ahora intentaba derribar el tapĂłn de nieve y rocas imprimiendo toda su fuerza en su hombro derecho. Y pensar que habĂa cargado con ese bulto en su espalda todo el regreso del laberinto por pura Ă©tica profesional.
— ¿Vas a ayudar en algún momento? ¿O planeas que simplemente nos congelemos aqu� —se dirigió a él con tonillo cáustico, aunque él no le devolvió la mirada.
— Es inĂştil —contestĂł, pese a todo—. Aunque lograras moverlo en lo más mĂnimo, sĂłlo harĂas que más nieve te cayera encima. Y lo disfrutarĂ©, crĂ©eme —se mofĂł.
Rosu habĂa perdido su arma láser durante la caĂda, asĂ que no podĂa intentar deshacerse asĂ del talud. Él, por otro lado, ya tenĂa un plan en marcha para salir, pero preferĂa dejarlo sufriendo durante un rato.
— PodrĂa asesinarte. Sin testigos. Nadie nunca encontrarĂa tu cuerpo —apuntĂł meloso el cazador.
— Ni el tuyo —replicĂł sin intimidarse en lo más mĂnimo, concentrado en la lectura de La Isla del Tesoro en su pantalla holográfica—. Mátame y jamás saldrás de aquĂ. No tienes cĂłmo.
A continuaciĂłn, el rubio cayĂł sentado justo a su lado, casi rozándolo. Sabiendo, sin duda, cuánto le molestarĂa. SĂłlo por eso decidiĂł no moverse un ápice ni prestarle la más mĂnima atenciĂłn. No iba a darle el gusto.
— ¿Y qué se supone que esperamos? —indagó con su voz grave.
— ¿Están vivos, no es cierto? Wayne. Y el otro —cambió radicalmente de tema.
Esta vez sĂ volteĂł a verlo, aunque sĂłlo se hallĂł con una ceja enarcada y su expresiĂłn hermĂ©tica usual. Lo más vivo de ella parecĂa ser el resplandor anaranjado de su ojo izquierdo.
Sin embargo, en breve, una sonrisa torcida se pintĂł en sus labios.
— ÂżEso calmarĂa tu consciencia, no es cierto pelirrojo?
Él sonrió de vuelta, triunfante.
— Es tĂpico no contestar con sĂ o no cuando una respuesta directa beneficiarĂa el conocimiento de tu contrincante. No sĂłlo están vivos, ustedes los tienen —adivinĂł.
— Tal vez pueda responderte a cambio de otra respuesta —retrucó Rosu, entornando los ojos.
A esa distancia, pudo percibir que el que le quedaba era de un azul profundo. Frunció el ceño, mas no tuvo tiempo de objetar.
— ¿Por qué lo hacen? Incluso tras los sacrificios continúan en la carrera. ¿Por qué? No parece muy propio de recolectores…
Le sorprendiĂł más el hecho de que el rubio pareciera genuinamente interesado en ello que la pregunta en sĂ. ÂżPor quĂ©? ÂżPor dinero, para quitarles poder a los cazadores, porque ya estaban demasiado involucrados como para retroceder?
No tuvo que contestar.
“¡Muy bien, has llegado a la meta de la novena palabra! A partir de aquĂ, nos pondremos un poco cuánticos. ÂżListo? SĂłlo tienes que seguir las luces del Norte”.
Rosu y Ă©l se observaron, perplejos, al escuchar semejante anuncio de una voz femenina salida de la nada. Aunque pronto se dieron cuenta de que provenĂa de la cámara lateral a esa, oculta por roca sĂłlida. ÂżSerĂa posible tamaña casualidad? ÂżAlguien habĂa encontrado la vĂa hacia la novena palabra de los mil bitcoins justo a un lado de ellos, justo en ese momento?
— Vaya, pero que tenemos aquĂ. Dos competidores perdidos.
Estaba seguro de que no sĂłlo Ă©l se tensĂł ante la voz robĂłtica y profunda, como una sombra de metal.
— Y, ¡oh! un topo de invierno casi abriendo una salida. SerĂa una lástima que alguien lo desactivara…
— ¡No! —su grito de vuelta fue más un reflejo que otra cosa.
Que el topo de invierno, un pequeño aparato calorĂfico diseñado para cavar salidas en la nieve, se desactivara, serĂa su ruina. No podrĂan salir de allĂ.
— ¿No? —repitió burlona la voz— No lo sé. Ahora acaban de averiguar dónde puede estar la novena palabra. Y ya tengo que quitarles demasiadas como para añadir otras. De hecho, ¿qué tal si me comentan de motu propio las palabras que tienen? Ya saben, porque todo es mejor que morir congelado aquà abajo, donde es poco probable que los encuentren en menos de tres siglos.
Soras y Ă©l se observaron el uno al otro, pálidos. Era evidente que aquel era el competidor anĂłnimo, quien se les habĂa adelantado en Neptuno. Alguien, por lo visto, sin escrĂşpulos.
— ÂżY bien? Es un buen trato, Âżno? —continuĂł la voz robĂłtica— Claro que puedo largarme sin más. Hay otras formas de conseguir el resto de las palabras, despuĂ©s de todo. Hasta me suena mejor, asĂ me desharĂa de dos fuertes competidores.
Sus pasos comenzaron a alejarse.
— ¡Espera! —fue Ă©l quien lo detuvo, tras fijarse en su brazalete que el topo se habĂa detenido ante una especie de onda electromagnĂ©tica y no querĂa seguir respondiendo a sus Ăłrdenes— Te las diremos —accediĂł, negando en realidad hacia Soras.
No harĂa ningĂşn daño mentirle. Con lo que no contaron fue con que, de repente, se vieran inundados por un gas violeta que nublĂł su visiĂłn y los hizo toser.
— ¡Que bien que sean tan sensatos! Pero ya saben, un poco de Vino Veritas siempre viene bien. Esta es una versión en gas.
Tras disiparse la neblina colorida, el rubio y Ă©l se miraron con lo mismo pintado en la cara: comenzaban a sentir los efectos clásicos. Mareo. AlegrĂa. Una inusual relajaciĂłn muscular.
No les quedĂł más remedio que contarle al desconocido lo que sabĂan. No tenĂa ningĂşn sentido sacrificar sus vidas para ocultarlo.
— Que útiles han sido, ¡muchas gracias! Ahora, ya saben, tengo que conseguir la novena palabra. Adiós.
— ¡Activa el topo! —exigió alarmado— ¡Ese fue el trato!
— Ah, sĂ. MentĂ. Pero suerte. No me quedarĂ© a impedir su salida, si es que la encuentran.
Esta vez, sus pasos se alejaron en definitiva. No importó cuánto gritaron para llamarlo, cuántas maldiciones profirieron ni cuantas veces pulsó la orden en su brazalete para activar el aparato una vez más. Nada funcionó. Sólo quedaron atrás sus voces y ellos, atrapados bajo alguna cueva desconocida, sin salida.
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Descargo de responsabilidad:Â Esta es una obra de ficciĂłn. Los nombres, personajes, empresas, organizaciones, lugares, acontecimientos o hechos que aparecen en la misma son producto de la imaginaciĂłn del autor o bien se usan en el marco de la ficciĂłn. Cualquier parecido con personas (vivas o muertas) o hechos reales es pura coincidencia.
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