Hechos clave:
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Un laberinto aterrador guarda la siguiente pista
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Comienzan a quemarse los bitcoins...
— AsĂ que mira quiĂ©n está aquĂ, requiriendo de nuestro auxilio profesional.
Su sonrisa cĂnica solo se ampliĂł cuando los ojos negros le dirigieron una mirada resabida desde el pequeño puf rojo, entre la penumbra del bar.
— ÂżDisculpa? Si no fuera por mĂ, no estarĂan aquĂ. Ya no habrá más hologramas pĂşblicos. Me necesitan.
— Y usted a nosotros, señorita Saikara —intervino Hargan, sentado a su lado.
Si le sorprendiĂł el hecho de que hubieran averiguado su nombre, no lo demostrĂł. En su lugar, en un alarde de madurez que Ă©l no estaba demostrando, admitiĂł:
— Asà es. Nos necesitamos.
Tras la incĂłmoda y verĂdica sentencia, un silencio viscoso se extendiĂł entre ellos durante lo que pareciĂł una eternidad. A ninguno le hacĂa mucha gracia. No a Ă©l, seguro. Odiaba trabajar en equipo, al menos con alguien que no fuese Hargan, a quien consideraba tanto su Ăşnico amigo como una figura paterna. Los recolectores conocĂan a muchĂsimas personas y debĂan tener siempre una red de contactos Ăştiles si querĂan sobrevivir, pero, en esencia, eran criaturas solitarias.
Tampoco trabajarĂan nunca con el enemigo en circunstancias normales. Pero estas, en definitiva, no lo eran.
—… ¿Es verdad? —inquirió Hargan, rompiendo el incómodo silencio con una pregunta aún más incómoda.
Supo a donde querĂa llegar incluso antes de que continuara ante la mirada interrogante de la cazadora, y su humor bajĂł cinco puntos más.
— ¿Es verdad que alguien fue asesinado en Titán a petición de Hughes?
La mujer los observĂł con cautela entonces. SabĂa bien que los recolectores estaban acostumbrados a romper ciertas leyes, pero, al mismo tiempo, tenĂan su propio cĂłdigo. Ellos no eran asesinos. Motivo por el cual Hargan y Ă©l habĂan tenido una discusiĂłn espectacular en CrĂłnida, mientras intentaron hacerse con la palabra que les arrebatarĂa Yong Fay.
La conclusiĂłn fue que si Hughes continuaba demandando esa clase de “sacrificios”, la competencia realmente habrĂa terminado para ellos. HabĂa cosas que estaban dispuestos a hacer y cosas que no, por mucho que los cazadores fueran a hacerlas de todas formas, como Ă©l mismo habĂa esgrimido durante su debate. Hargan fue terminante: dejar que los cazadores hicieran el trabajo sucio por ellos no los harĂa menos culpables.
— Sà —confesĂł la cazadora, mirándolos con franqueza—. No solo en Titán. TambiĂ©n en Saturno. Hughes determinĂł que el ocĂ©ano en Titán y la oscuridad del espacio fuera de Saturno eran “damas aterradoras” que necesitaban un “alma” como sacrificio —hizo una pequeña pausa antes de continuar—. En Titán fue Fabius Wayne, nuestro criptĂłgrafo anterior. Soras considerĂł que no seguirĂa siendo necesario. No sĂ© quiĂ©n fue en Saturno; no uno de los nuestros. Fay apenas compartiĂł informaciĂłn al respecto.
Una nueva pausa los sumiĂł en sus reflexiones, en los dos cuerpos congelados o sin oxĂgeno, flotando para siempre en un entorno ajeno a su naturaleza, ajeno a todo lo que habĂan conocido e inalcanzables para todos los que alguna vez les mostraron aprecio. No eran imágenes agradables.
Aunque a Ă©l no dejĂł de llamarle la atenciĂłn que ella hubiera compartido esos hechos, a pesar de que no convenĂa a sus propios intereses. AdmitiĂł que los necesitaba, mas no estaba dándoles muchas razones para quedarse en esa cacerĂa del tesoro, sino todo lo contrario.
—… Es algo que no pueden cambiar —afirmó ella después—. Tampoco hubieran podido evitarlo.
— No, pero podemos quedarnos fuera de esto a partir de ahora —arguyó Hargan.
— No podrán. Fay les dará cacerĂa hasta encontrarlos, de todas formas.
— Somos recolectores. Nos esfumaremos, somos expertos en eso —intervino él mismo, ya sintiendo que su viaje llegaba al final.
Hargan no estarĂa dispuesto a continuar en esas condiciones, y Ă©l no lo abandonarĂa para volverse un asesino o un cĂłmplice de asesinato, en todo caso. HabĂa sido su idea ir tras ese tesoro en primer lugar, asĂ que ya habĂa causado bastantes problemas. Lo mĂnimo que podĂa hacer ahora era callarse y abandonar el escenario.
— Supuse que dirĂan eso —la frase, en sĂ misma, sonĂł lo suficientemente alarmante como para que ambos se pusieran en guardia, pero ella sonriĂł y alzĂł las manos en son de paz—. SonĂł mal, lo siento. No pretendo amenazarlos para que me ayuden. Hay una razĂłn por la que quiero abandonar a los cazadores. Y tambiĂ©n hay un par de cosas que deben considerar antes de quedarse fuera de esto.
— ¿Que son? —Hargan enarcó una ceja.
Ella respirĂł hondo.
— En primer lugar, piensen en quĂ© harĂamos nosotros con ese dinero y quĂ© harán los cazadores. ÂżNo serĂa menos dañino para todo el mundo que fuera nuestro equipo el ganador?
— No a costa de asesinatos —retrucó Hargan.
— Ok, ok. Pero no sabemos lo que sigue. Tal vez Hughes ya sumó suficientes muertes o tal vez incluso ni siquiera estén muertos.
Ante esa posibilidad, ambos la observaron con interés y ella se encogió de hombros.
— No lo sé. Jamás vimos los cuerpos. Siendo tan retorcido como era, ¿no creen capaz a Hughes de hacer algo as�
Hargan y Ă©l compartieron una breve mirada significativa.
— ¿No buscaron los cuerpos tampoco? —preguntó él.
— Soras empujĂł a Wayne por un tĂşnel que, segĂşn Hughes, llevaba hacia el ocĂ©ano de metano. El caso es que tendrĂamos que confiar en su palabra, porque no sabemos con pruebas a donde llevaba. Conseguimos la palabra y parece que eso es todo lo que les importĂł.
— ¿Qué hay de Saturno? —intervino Hargan.
— La verdad lo ignoro, no estuve ahĂ. Fay se encargĂł de todo y no nos dio muchos detalles. Pero la historia del sacrificio era idĂ©ntica a la de Titán, asĂ que supongo que el modus operandi no habrá diferido tanto.
— TĂş has notado que eso es un cabo suelto. Fay tampoco lo dejará pasar. Si las vĂctimas siguen con vida, Ă©l ya debe saberlo —opinĂł su amigo.
— Quizás, pero no nos lo dirá. Puedo intentar averiguarlo. De todos modos, parar ahora no tiene sentido, porque no sabemos qué es lo que sigue.
— ÂżY cuál es la otra cosa? —apuntĂł Ă©l, ganándose su atenciĂłn—. Dijiste que habĂa “un par” de cosas que deberĂamos considerar.
— Fay está aquĂ. ÂżSaben lo que eso implica?
De nuevo, Hargan y Ă©l se observaron unos momentos, recordando sus propias conclusiones al respecto. Yong Fay era uno de los mayores lĂderes del Enjambre Rojo, no se involucrarĂa en una “pequeña” bĂşsqueda del tesoro sĂłlo porque sĂ. HabĂa algo más tras todo este evento. Algo más que ganar, aparte de unos cuantos millones aparentes. Quizás la misteriosa razĂłn por la que habĂan averiguado sobre el disco de Hughes, en primer lugar.
— Lejos de ser eso un aliciente, implica un riesgo al que serĂa mejor no enfrentarse —argumentĂł Hargan.
— Implica que podrĂamos ganarnos unos cuantos millones y—recalcĂł ella— evitar un desastre, sea cual sea.
— No somos héroes. No estamos aquà por la belleza de la gloria, cazadora —dijo él.
— Eso nadie lo duda. Yo tampoco. Pero quiero tener un sitio libre de ellos a donde escapar, donde empezar de cero. No quiero darles más poder. ¿Quieren ustedes?
Esta vez, Hargan y Ă©l no tuvieron que mirarse para saber lo que pensaban de aquello. Tras un silencio expectante, su amigo soltĂł:
— ¿Tienes la última pista a mano?
Ella sonriĂł triunfante hasta que Hargan levantĂł un Ăndice perentorio.
— Solo si no se involucran más asesinatos.
— De acuerdo.
Él rodĂł los ojos y pulsĂł un botĂłn en la mesa para pedir un trago. Lo necesitarĂa.
***
Siete dĂas despuĂ©s, tanto ellos como los cazadores y cualquiera que se les hubiera adelantado en Neptuno (como les habĂa confesado Itomi), estaban subiĂ©ndose por las paredes. La Araña de Mercurio tenĂa que hacer referencia, obligatoriamente, a donde ya se encontraban: la Cuenca de Caloris, a partir de la cual se extendĂa una serie de grietas gigantescas que abarcaban kilĂłmetros. Tal formaciĂłn se llamaba oficialmente la Fosa PanteĂłn, pero todos la conocĂan como el Laberinto de la Araña.
Una vez explorado Mercurio, habĂan descubierto que bajo “La Araña” que se veĂa desde el espacio se escondĂa un intrincado laberinto con miles de kilĂłmetros de profundidad. Nunca se habĂan descubierto todos sus recovecos. DespuĂ©s, tras la terraformaciĂłn, una nueva especie empezĂł a aparecer en el laberinto. Eran las “criaturas” que mencionaba Hughes: seres humanoides, ciegos y violentos que habĂan prosperado con los escasos recursos y se habĂan acostumbrado a la oscuridad y bajas temperaturas. Debido a eso, no era precisamente un lugar turĂstico: la entrada se prohibĂa oficialmente y solo expediciones cientĂficas estaban permitidas.
Los cazadores, por supuesto, se las habĂan arreglado para entrar sobornando a los administradores de la organizaciĂłn cientĂfica encargada del sitio. Ellos, por su parte, habĂan tenido que conformarse con colarse durante las horas de oscuridad y escuchar los informes desalentadores de Itomi. Ni siquiera Fay estaba seguro ahora de lo que Hughes pretendĂa y el plazo de una semana se acabarĂa esa noche.
La parte del ransomware tenĂa que ser la clave, pero no habĂa nada electrĂłnico en el laberinto; nada, cuando menos, que alguien hubiera descubierto hasta el momento. El ransomware era un virus informático antiguo donde se secuestraban los datos (mayormente) de las vĂctimas para cobrarles luego un rescate. Apenas habĂa referencia alguna sobre Ă©l o los ataques registrados. La Guerra Roja volvĂa a dejarles un doloroso vacĂo.
El plazo se cumpliĂł y, por primera vez durante la bĂşsqueda, el dinero comenzĂł a quemarse. Gracias a Itomi supieron que, desde un punto no especificado del laberinto, surgiĂł un holograma que debĂa ser pĂşblico. Fay debiĂł prever que eso pasarĂa, asĂ que todo el espacio aĂ©reo sobre La Araña estaba infestado de quĂmicos oscurecedores.
Buu, decepcionante. ¡Ahà va 1 BTC menos! En otra semana será otro. Reiniciamos el temporizador. Tic, toc, tic, toc, ¡el tiempo corre!
Tuvieron que pasar otros tres dĂas hasta que un intento más bien a ciegas de Hargan dio resultado: infectĂł con un ransomware de diseño propio la moneda que habĂan conseguido en Marte (luego de intentar, sin Ă©xito, infectar el disco).
Lo malo fue que el haz de luz que respondiĂł a la infecciĂłn corriĂł de inmediato a los cielos, y ellos no tenĂan ningĂşn profesional a mano para ocultarlo. Los quĂmicos sobre el laberinto, además, los pillaban un poco lejos.
¡Ajá! Parece que ya llegamos a La Araña, Âżeh? Hasta ahora hemos probado inteligencia y Ă©tica. Hora de probar su forma fĂsica… espero que hayan estado haciendo ejercicio. Tendremos una emocionante carrera, rodeados de slenders en el laberinto. Puerta B3. Quien llegue primero, se queda con la recompensa del ransomware. AsĂ que yo, en su lugar, empezarĂa a correr.
Los tres no perdieron tiempo para obedecer. Hughes acababa de delatar su posiciĂłn y tambiĂ©n la de la palabra, asĂ que tenĂan que irse de ahĂ de inmediato.
— La puerta B3 se está abriendo sin autorizaciĂłn, es una de las entradas prohibidas al laberinto —explicĂł Hargan, revisando en brazalete el dron que habĂan enviado con anterioridad hacia los exteriores de La Araña, mientras que a la vez recogĂa su bolso con premura—. Por mucho que estĂ©n sobornados, no tardarán demasiado en sellarla. Los slenders podrĂan escapar por allĂ.
— Tendremos que correr en serio —sentenció la cazadora.
— ¿Y luego qué? Cierran la puerta B3 y nos quedamos atrapados en ese oscuro lugar…
— Hay más puertas, saldremos por otra. De todos modos, Hughes siempre ha preparado escapes para los ganadores.
Ninguno dijo más: los tres abandonaron la habitación de la posada con precipitación.
***
Laberinto era un eufemismo. Inframundo parecĂa más acertado. Infierno, cuando los gruñidos de las criaturas y sus pasos hacĂan eco entre las rocas mohosas. Mientras su aliento se escapaba en jadeos y trotaba, intentando ubicarse por medio de su brĂşjula electrĂłnica sin mucho Ă©xito y con ella como Ăşnica fuente de luz, no pudo evitar dar nerviosos vistazos a su alrededor, hacia arriba.
Todo era oscuridad. Mercurio era el planeta más cercano al sol y padecĂa de amaneceres dobles, pero allĂ, bajo La Araña, la Ăşnica luz que existĂa era la pequeña llama de su brazalete. Los Ăşnicos sonidos que jamás oirĂa eran gotas y gruñidos invisibles; garras arañando superficie rocosa; sus jadeos exhalando espanto; el Ăşnico olor era estiĂ©rcol y humedad.
Itomi y Ă©l se habĂan separado a unos cuantos metros de la puerta B3. Para darle algo de crĂ©dito a Hughes, habĂa preparado anillos luminosos que guiaban el camino, aunque estos aparecĂan cada cien metros, más o menos, y confundĂan a los participantes dividiĂ©ndose en dos posibles vĂas. Por eso se habĂan separado.
TenĂa la sensaciĂłn de que iba demasiado lento. Su vĂa resultĂł ser muy escarpada, y allĂ era imposible utilizar cualquier vehĂculo volador. Nadie estaba muy seguro de por quĂ©, pero ninguno encendĂa. Realmente La Araña parecĂa diseñada para ser una pesadilla.
GritĂł cuando se topĂł de frente con un grupo de slenders. Eran negros, escamosos y gruñĂan amenazantes. Hughes querĂa matarlos a todos, en realidad. Esa tenĂa que ser su intenciĂłn desde el principio y ellos habĂan caĂdo como moscas.
— Hora de un viejo truco —musitó para sà mismo.
Justo antes de que las criaturas se lanzaran en su contra, activĂł los saltadores en sus botas, se impulsĂł y logrĂł llegar hasta un siguiente nivel, fuera del alcance de ese grupo violento en particular.
Por fortuna, no tardĂł mucho más en llegar al final de los anillos. El Ăşltimo era inmenso e iluminaba un cuadro igual de grande, donde se retrataba a una mujer espectral bajo la luna. Antes de saltar al nivel del cuadro, jadeante, se fijĂł en sus alrededores, tratando de encontrar a Itomi. ÂżQuĂ© tan lejos la habrĂa llevado el otro camino…?
No mucho, descubrió en breve: justo debajo de él, estaba teniendo una «interesante» pelea con movimientos de algún arte marcial contra nada menos que Soras Rosu. Lo que faltaba.
El rubio parecĂa anticipar sus movimientos para bloquearlos. Cosa probable, pensĂł fijándose en el ojo mecánico que relucĂa en la oscuridad. Un golpe en el plexo redujo a la mujer los suficientes segundos para que Ă©l atinara una patada lateral a sus piernas y la hiciera perder el equilibrio. Él se apresurĂł a sacar su arma aturdidora del cinturĂłn y apuntĂł bien. Más valĂa que le diera, porque, de seguro, no tendrĂa otra oportunidad. Además, ÂżcĂłmo iban a abrir el cuadro con Rosu tratando de descuartizarlos?
La mano del rubio casi llegó a rozar la máscara de Itomi, cuando fue lanzado hacia atrás con violencia. Cayó varios metros lejos y no se levantó. Casi se sintió mal por él.
SaltĂł para alcanzar a Itomi y ayudarla a ponerse en pie.
— ¿Estás bien?
— Lo suficiente —respondió ella con voz algo ahogada y sosteniéndose el estómago—. ¿Cómo abrimos el cuadro?
Lo único que se le ocurrió fue rozar el anillo etéreo de luz amarilla.
— ¡Llegamos primero, queremos la recompensa del ransomware! —chilló, para horror de Itomi.
No se esperĂł que funcionara en verdad, asĂ que cuando el cuadro se abriĂł como una compuerta y escupiĂł lo que parecĂa ser una memoria USB y un holograma, se quedĂł boquiabierto.
Espero que haya sido una buena carrera. La octava palabra es Red. Ah, y necesitarán esa llave. Les recomiendo guardarla.
Las palabras se desvanecieron apenas tras segundos y el holograma se dirigiĂł hacia la bĂłveda superior. Si los quĂmicos ahĂ arriba continuaban funcionando, la nueva pista no serĂa pĂşblica más allá de esa cueva infernal, pero los cazadores sĂ la averiguarĂan.
— Hora de largarnos —sentenció tras recoger la “llave” y guardársela en el bolsillo.
Para su desgracia, Itomi estaba mirando hacia el cazador caĂdo.
— No podemos dejarlo aquĂ.
La observĂł horrorizado.
— ¿¡Qué!? Claro que podemos. Sus amigos lo recogerán.
— Nadie más vendrá en horas, cuando menos. No sĂ© por tu vĂa, pero en la mĂa el camino fue cambiando por medios mecánicos y los anillos se fueron apagando una vez que los cruzaba.
Como si fuera una profecĂa, el gran anillo que iluminaba el cuadro (y a ellos) se apagĂł, a la vez que el cuadro iba cerrándose de nuevo con un zumbido.
— Ah, demonios.
Si lo dejaban ahĂ, morirĂa. No es que eso no fuera un problema menos, pero ya habĂan acordado que nada de asesinatos. A veces odiaba su Ă©tica.
CapĂtulo anterior – Parte VII
Descargo de responsabilidad:Â Esta es una obra de ficciĂłn. Los nombres, personajes, empresas, organizaciones, lugares, acontecimientos o hechos que aparecen en la misma son producto de la imaginaciĂłn del autor o bien se usan en el marco de la ficciĂłn. Cualquier parecido con personas (vivas o muertas) o hechos reales es pura coincidencia.
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