Hechos clave:
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Sergio ha muerto y es hora de leer su testamento...
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¿Qué pasa cuando parece no haber incluido algo muy importante?
Amelia observó, desde su asiento en la iglesia, como la tía Patty se secaba las lágrimas imaginarias con un pañuelo, rigurosamente vestida de negro. A su lado, el tío Ben, en oscuro traje de tres piezas, no dejaba ver en su rostro ni uno solo de sus pensamientos —como era usual— mientras el cura hablaba frente al exquisito ataúd de caoba.
Su prima Alejandra se había asegurado de que sus ojos se vieran rojos e hinchados. La tía Jane, a su lado, mostraba una expresión de miseria absoluta. El primo Greg, al otro, al menos no se estaba molestando en ocultar cuánto le fastidiaba toda aquella ceremonia para enterrar al muerto antes de dar paso a la ansiada lectura del testamento. Tras todos ellos, los familiares más cercanos, se alzaba una multitud de amigos y conocidos con expresiones solemnes y distantes.
Catherine, Carlos, Rodrigo y Celia no se habían molestado en acudir, pues, según ellos, no podrían llegar a tiempo desde el extranjero. Claro que ella podía apostar su propia cabeza a que ninguno faltaría a la hora de la lectura de la última voluntad de su abuelo.
De todas las mujeres allí, ella era la única cuyos ojos no se mostraban húmedos o su expresión como a punto de estallar en llanto. En consecuencia y, por supuesto, ella era una de los pocos a los que realmente les había importado que el millonario Sergio Vivas Senior descanse en paz.
Pero Amelia sufría en privado. En público se mostraría, siempre, tal como su abuelo se había manejado toda su vida: con dignidad. En público se mostraría tan inexpresiva y silenciosa como el tío Ben. Tan inexpresiva y silenciosa como cuando se puso de pie en el cementerio durante el funeral de sus padres tras el accidente, hacía siete años.
Tan firme como un árbol. Como su abuelo y su madre habrían querido que estuviera.
*
Sergio había sido programador en vida. Un programador con ideales libertarios, así que, naturalmente, se había topado con las criptomonedas en su época más temprana. En específico, con Bitcoin en su época más temprana. Se hizo con la nada despreciable cantidad de 200.000 BTC a un precio de 600 dólares en 2010. Para 2014 ya era millonario. Liquidó la mitad de sus BTC, invirtió en acciones corporativas y fundó su propia empresa de productos electrónicos descentralizados.
Ese mismo año, también invirtió en la Oferta Inicial de Moneda (ICO) de Ethereum, donde consiguió un precio de 0,311 dólares por tokens que llegarían a valer miles de dólares. No fue la única ICO exitosa en la que invirtió. Era un inversionista astuto, que conocía muy bien el criptomundo.
Para 2017 aún conservaba la mitad de esos BTC de 2010. Sólo con ellos, sin contar las otras inversiones y a DeskBlock, su compañía que cada día crecía más, ya era billonario. Se casó a los 33 años y Sergio Jr. nació un par de años después. Los otros tres hijos no tardaron mucho más en aparecer, y luego vinieron los nietos. Ella fue la tercera, aunque era la primera —y única— hija del mayor, Sergio.
Todos querían al abuelito cuando eran niños, pero, al crecer, apreciaban más lo que dicho abuelito podría ofrecerles con su ilimitada billetera. A Amelia, por otro lado, no le gustaba recibir cosas por las que no había trabajado. Después de todo, estaba siendo criada por la feminista férrea que era su madre, quien tampoco solía recibir nada de Sergio Senior.
En consecuencia, cada vez que el abuelo le ofrecía algún regalo, ella le pedía que le enseñara algo, como le había indicado su madre que hiciera. “El conocimiento es más valioso que cualquier objeto, Amelia”, no cesaba de repetirle.
Y el abuelo le enseñó todo lo que sabía. Le enseñó la base sobre la que había forjado su vida: el criptomundo. Le enseñó el Manifiesto de Hughes, los correos de Satoshi, el Bitcoin Pizza Day. Los ruidosos mineros de la época. Su primera cartera fría. Los conflictos sobre la identidad de Bitcoin, la rivalidad con las otras criptomonedas. Cuando creció un poco más, en la secundaria, le mostró también el Libro Blanco de Bitcoin, los memes y las anécdotas menos políticamente correctas que tanto la hicieron reír.
Su abuelo compartió solo con ella ese mundo extraño en el que ningún otro de sus parientes parecía tener interés más allá de lo económico, y ella escuchó y se fascinó y lo amó, entrañablemente, desde su primer Bitcoin Pizza Day a sus diez años.
— Antes no era tan fácil encontrar sitios que aceptaran bitcoins, ¿sabes? Y era impensable que los niños pagaran cosas electrónicamente. Pero hoy vas a pagar la pizza con tu propia cartera. La instalé en tu barrita.
Ella parpadeó asombrada ante la sonrisa de su abuelo y sacó su barrita del bolsillo. La agitó para desplegar la pantalla holográfica y, entre todos sus juegos, vio un ícono que no estaba allí antes. Lo pulsó y descubrió, intimidante, una cartera de adultos como las que tenían sus padres.
— No te asustes. Es muy fácil.
— Hay un bitcoin completo aquí, abuelito —apuntó tímida, pues lo primero que saltaba a la vista era el saldo.
Sergio luchó por aguantar la risa.
— Quiero que practiques… —torció una mueca mortificada— No le digas a tu madre. Sólo es con propósitos educativos. Lo que sobre lo guardaremos para la universidad, ¿eh?
Pidieron una gran pizza de la casa, con casi todos los ingredientes, menos piña y anchoas. En opinión de su abuelo, esos dos últimos comestibles se ponían sobre las pizzas con la única y malvada intención de arruinarlas.
Mientras comían, Amelia le contó sobre Nicol, la niña que la molestaba en la escuela. El abuelo le dijo que era evidente que estaba celosa porque ella era más bonita y lista, y que lo único que tenía que hacer era poner pegamento en su silla cuando nadie lo notara. Amelia se rió, solo imaginándolo.
Se puso nerviosa a la hora de pagar. Sergio tuvo que subirla para sentarse en el escritorio frente al punto de venta holográfico, sosteniendo su barrita con inseguridad. Guió sus deditos para introducir la cantidad, el nombre del restaurante y conseguir el código QR que ella misma acercó al escáner.
Con una sonrisa condescendiente, unos segundos después, la empleada les aseguraba que estaba hecho y esperaba que tuvieran un buen día. Ella se rió extasiada, porque había pagado algo ella sola. Bueno, casi.
El siguiente 22 de mayo sí pago la pizza ella sola. Por supuesto, no se había gastado aún, ni mucho menos, todo el bitcoin. Tampoco le había contado a su madre sobre su existencia, solo por esa vez. Solo por cada 22 de mayo con el abuelo.
*
Podía conservar su cabeza con cada uno de sus cabellos. Catherine, Carlos, Rodrigo y Celia habían aparecido en la lectura del testamento como por arte de magia, todos luciendo adecuadamente culpables y tristes. Celia no dejó de llorar hasta que se sentaron frente al abogado.
Nadie se vio muy triste en el momento en que el funcionario anunció que su abuelo había destinado el 99% de su fortuna a la caridad y la compañía pasaría a manos de una fundación descentralizada sin ánimo de lucro. De hecho, empezaron a discutir con el hombre, mientras ella trataba de ocultar una sonrisa, aún en su asiento, mirando por la ventana del segundo piso hacia el jardín. Estaban en la mansión de su abuelo, al parecer, una de las dos únicas propiedades que él había decidido legar a sus ansiosos herederos.
La otra era una cabaña “y todos sus contenidos” en el bosque, en la que nadie estaba muy interesado y que, de todas formas, le había legado a ella en específico. La mansión, por otro lado, tendría que dividirse entre los cinco herederos: los tres hijos que quedaban vivos, su hermano menor y la nieta del hijo que ya no podía estar ahí. Es decir, ella.
Como era de esperarse, todos olvidaron en ese momento quién les regaló cada una de sus —lujosas— viviendas y los llenó de obsequios no merecidos durante años e intentaron buscar algún vacío, alguna posibilidad entre las letras del documento. Ella estuvo segura de que, si su abuelo no hubiera muerto tan lúcido aun a sus 95 años, alguno habría apostado por anular el testamento aludiendo a alguna presunta senilidad.
Pese a todo, Greg no tardó en encontrar un vacío.
— ¡Aquí se habla de los bienes y propiedades en moneda fiduciaria, no en criptomonedas! Lo dice específicamente —puso su índice en alguna parte del documento y ella, hasta ese momento distante, alzó la vista hacia ellos y frunció el ceño—. Sabemos que el abuelo poseía bastantes criptomonedas. ¿A dónde fueron? ¿Dónde están sus llaves privadas?
La esperanza resurgió mientras el abogado cabeceaba.
— No se menciona nada al respecto en el testamento, estoy seguro.
Para su horror, la caza desesperada de ese botín comenzó entonces.
Descargo de responsabilidad: Esta es una obra de ficción. Los nombres, personajes, empresas, organizaciones, lugares, acontecimientos o hechos que aparecen en la misma son producto de la imaginación del autor o bien se usan en el marco de la ficción. Cualquier parecido con personas (vivas o muertas) o hechos reales es pura coincidencia.