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Como cualquier herramienta, Bitcoin no tiene inclinaciones políticas.
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Con todo, el sentido con que se crea y para el que se usa le otorgan cualidades políticas.
Bitcoin nace con el objetivo de reconfigurar la manera en que las personas intercambian valor. Esta reconfiguración va más allá de lo monetario. Valor es todo aquello que las personas consideren valioso. Esto quiere decir que el cambio que trae Bitcoin desborda lo económico, permea todo tipo de intercambio digital; Bitcoin reconfigura la manera en que los hombres se relacionan.
Uno de los cambios fundamentales que trae esta tecnología es la desintermediación de las relaciones económicas y, con ello, la descentralización de las relaciones de poder. Descentralización en este marco podría semejar una operación aritmética: es una sustracción de poder desde los centros, irradiada hacia una periferia multipolar. Ya no se trata de unos pocos centros de poder en torno a los cuales se coordinan las dinámicas de intercambio. En las actuales relaciones en red, cualquiera puede facilitar estas dinámicas o simplemente intercambiar valor sin dependencias ni posibilidad de censura.
La distribución del poder desde los pocos hacia los muchos o, más específicamente, hacia la totalidad de personas –no entendidas como colectivo homogéneo, sino como suma de individualidades heterogéneas–, con la respectiva reestructuración social que esto trae, es el sentido subyacente de este proyecto.
En el ecosistema de las criptomonedas, es común toparse con debates respecto a la naturaleza ideológica de Bitcoin precisamente por dicha distribución de poder. Hay quienes dicen que, por tener como antecedente en discusiones de efectivo digital a la comunidad cypherpunk, Bitcoin es una tecnología criptoanarquista. Otros, por su cercanía a los postulados de la escuela austriaca de economía, asocian a Bitcoin con el libertarismo. Desde liberalismo hasta socialismo, muchas personas han querido acomodar la idea de Bitcoin al pensamiento político de su preferencia. Pero otros muchos han defendido que Bitcoin es puro código informático y los fines para los que este código es usado dependen única y exclusivamente de sus usuarios.
En este sentido, siendo el poder el ejercicio fundamental de la política, y la política condición indispensable para la existencia de ideologías, parece pertinente preguntarse si en Bitcoin habita una esencia política o, como cualquier otra herramienta, puede ser politizada, es decir, convertirse en un útil para la acción política.
Para poder avanzar en esta cuestión, primero debemos definir qué entendemos por política. Según el sociólogo alemán Max Weber, la política puede entenderse como la «aspiración a participar en el poder o a influir en su distribución, sea entre Estados, sea dentro de un Estado, o entre los hombres incluidos en él». Ya hemos dicho, en párrafos anteriores que Bitcoin fue creado para influir en la distribución del poder que poseen en la actualidad los intermediarios, principalmente los bancos y gobiernos. En ese sentido, comienza a colarse cierta apariencia política en Bitcoin.
Pero parece necesario también asumir un común acuerdo respecto a la noción de poder. También, siguiendo a Weber, poder sería la «probabilidad de imponer la propia voluntad, dentro de una relación social, aun contra toda resistencia y cualquiera sea su fundamento». Imponer la propia voluntad puede ir desde la realización de una transacción sin posibilidad de censura, como eludir la expropiación de poder adquisitivo mediante la inflación gubernamental. Siguiendo a Michel Foucault, «el poder se encuentra en todas partes (…) porque no proviene de ningún sitio»; es un ejercicio de la voluntad que se da dinámicamente en todo tipo de relaciones.
Así, el poder puede provenir de la fuerza, mediante la violencia o la coacción; la tradición, como en el caso de la religión; el carisma; el conocimiento; o, una muy común en nuestros días, el dinero. Así, descentralizar los polos desde los cuales se crea dinero y valor resulta una forma de distribución de poder. Con estas variables sobre la mesa, parece posible distinguir tres momentos en que Bitcoin se relaciona o no se relaciona con la política:
Bitcoin como proyecto a ser creado:
Bitcoin, nace con un sentido, con una teleología bien definida que pretendía afectar al núcleo del poder político contemporáneo: los bancos y los gobiernos. Prueba de esto es el coinbase del bloque génesis de Bitcoin. La primera transacción realizada en la red principal de la criptomoneda madre tiene adjunto, en formato de texto, aquel titular del New York Times del 3 de enero de 2009: «Canciller a punto de segundo rescate para los bancos». Esto como una clara alusión a la crisis bancaria de dicho año, al consentimiento que dieron gobiernos ante sus prácticas, y proponiendo un «sistema de efectivo electrónico par-a-par» como alternativa a la arbitrariedad.
Bitcoin nace, en efecto, como una herramienta para un nuevo ejercicio de poder, para una reestructuración de las dinámicas de poder; como reza aquella máxima cypherpunk: transparencia para el poderoso, libertad para el oprimido. Que las personas puedan transferir valor sin intermediarios y sin censura tiene indudables implicaciones políticas: sustrae poder (pues el dinero es la mayor forma de poder en la contemporaneidad) de quienes tenían el monopolio u oligopolio de su emisión y supervisión, y lo «democratiza», en el sentido de darle este poder al demos, a la población, a los pares, a los iguales: cualquiera puede crear dinero y transferirlo sin necesitar permisos.
Bitcoin como herramienta:
Una herramienta no tiene poder sino potencialmente. Una bandera, si no se ondea en una movilización, no es más que un trapo. Un arma si nadie la usa, si no hay ejercicio, no tiene poder. Bitcoin, en sentido estricto, no es más que código: parámetros, comandos y condiciones que posibilitan el funcionamiento de una red de intercambio y registro digital. Sí, este código fue diseñado con arreglo a un sentido, a una intencionalidad, a una voluntad. Pero una vez desarrollado y libre, el código, tal como una operación matemática, no tiene ideología, no tiene valores, no tiene voluntad más que obedecer a su funcionamiento interno. Es una abstracción.
En esta suerte de suspensión matemática radica su asepsia, su agnosticismo, su apoliticidad. Si Bitcoin no se ejerce, no puede ser político.
Bitcoin como ejercicio en comunidad(es):
Pero como sabemos, Bitcoin no se mantiene suspendido como idea de herramienta. Por el contrario, Bitcoin se usa, es ejercido, afecta las dinámicas de poder de la sociedad. Estos límites no solo son demográficos sino también intencionales; su ejercicio difiere de grupo en grupo, de comunidad en comunidad. Es una misma herramienta usada de distintos modos por distintas «tribus». Los hackers lo utilizan para cobrar sus ransomwares; los ciudadanos de países con monedas inestables lo utilizan como refugio de valor; los viajeros para tener su dinero siempre consigo; personas en el extranjero usan bitcoin para enviar remesas a sus familiares. Ahí entran de nuevo las dinámicas micropolíticas del ejercicio del poder y, nuevamente, Bitcoin se manifiesta políticamente.
Además de todo esto, hay una comunidad comprometida en su difusión e implementación. Existe una suerte de unidad espiritual y ética de bitcoiners determinada por un sentido y objetivo, el cual se expresa en consenso. Hay un sentimiento de copertenencia al movimiento que no implica una sumisión ciega sino una vinculación honda basada en la verificación de los beneficios de la tecnología, y que trasciende las discrepancias y diferencias circunstanciales.
Hay un objetivo y sentido común: la difusión de una tecnología que reconfigura las relaciones sociales posibilitando la independencia y autonomía digital de las personas. Hay un colectivo militante de actores que, por voluntad propia, por filiación e identificación con los valores intrínsecos a la tecnología, buscan difundir y promover su adopción. Y en la medida en que la adopción se masifique, la reestructuración de las dinámicas de poder se hará más palpable.
Es muy probable que, al igual que sucede con las actuales tecnologías de información y comunicación y los medios tradicionales, la tecnología de criptoactivos y los servicios tradicionales con intermediarios convivan durante un tiempo. Sin embargo, eso solo ratifica las tensiones propias de las dinámicas de poder que se establecen en este tipo de relaciones.
Bitcoin, como tecnología, como código, es tan apolítica como cualquier herramienta. Pero en la medida en que esta tecnología es ejercida para uno u otro fin y afecta las relaciones de poder de la sociedad, inevitablemente aparece su dimensión política sobre el tablero.
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