La palabra, en nuestros días, se encuentra profundamente desestimada. En el pasado, era frecuente realizar intercambios –por ejemplo, la venta de un inmueble- dándole al trato el sello propio de un apretón de manos y obsequiando una palabra de honor. En la actualidad esto parece impensable.
Vivimos en la sociedad de la sospecha: cada vez dudamos más de la veracidad de los medios de comunicación y sabemos que la palabra empeñada por políticos en campaña vale su peso en nada. Dar la palabra a otro, un acontecimiento profundamente respetado en el pasado por comprometer el honor de la persona que obsequiaba su verdad, ha devenido una acción hueca y proclive al engaño. Por esta razón, cada vez es más necesario tener garantías respaldadas por alguna institución para generar confianza. Y, aún así, sospechamos.
Esto no siempre fue así. Uno de los antecedentes más importantes de descentralización política –valor fundamental en Bitcoin– en la Europa posterior a la caída del Imperio Romano de occidente, tuvo lugar en el Medioevo mediante la forma política feudal y los pactos feudo-vasalláticos. Esto consistía en un contrato de palabra cuya majestad residía en la ceremonia de homenaje e investidura. Mediante el homenaje, rito en el que el futuro vasallo se postraba ante su futuro señor, unía sus manos en plegaria para que estas fueran acogidas entre las del señor como símbolo de su fidelidad y apoyo político-militar, se procedía a la investidura, simbolizada por el espaldarazo, acto en el que el vasallo recibe una espada (y unos golpes con ella en los hombros), con lo que entregaba un feudo a su vasallo para su propio dominio. Y si bien es innegable que ocurrían traiciones, intrigas y felonías, la palabra de fidelidad expresada durante este rito era considerada sagrada.
Con todo, la relación entre señor y vasallo era de mando y obediencia; por tanto, de dominación. Más cercano a nuestra edad y al intercambio entre iguales propio de la economía de mercado –siendo quizás una reminiscencia de la acogida de manos del vasallo entre las del señor– está el cierre de tratos mediante apretones de manos. En efecto, más popularizado en provincias que en grandes urbes, donde la penetración de la estructura estatal no se había afianzado –trayendo consigo la necesidad rigurosa del papeleo burocrático-, era práctica común entre los hombres cerrar sus transacciones mercantiles mediante un apretón de manos. Con la expansión del aparato estatal sobre los territorios y el crecimiento de la administración pública, este tipo de transacciones se volvieron cáducas debido la necesidad vigilante del Estado de supervisar todos los registros comerciales de los ciudadanos.
A tal punto fue interiorizada esta exigencia entre los hombres, y a tal punto fue puesto en entredicho la fiabilidad de la palabra que, en nuestros días, tecnologías como Bitcoin han buscado la supresión del Estado de la ecuación, manteniendo, sin embargo, sus prácticas disciplinarias: el registro certificado de todos los intercambios.
Además de delatar la penetración ideológica de prácticas estatistas en un movimiento inicialmente anárquico, en el panorama descrito se observa cómo una de las direcciones en las que se orienta el avance tecnocientífico es, precisamente, hacia una disminución progresiva de la incidencia del hombre en los prácticas sociales, en favor de una automatización maquinal. Esto es algo evidenciable hasta en la venta de tickets para el cine, donde cada vez hay menos empleados y más computadores que realicen su trabajo. Precisamente, una de las consignas publicitarias con las que estas invenciones se venden al mundo es la reducción del error humano.
La automatización no es en sí misma algo reprochable ni perjudicial. No suscribo el prejuicio ludista que, en la Primera Revolución Industrial, destruía telares industriales ante la amenaza de una inminente reducción de puestos de trabajo debido a la maquinación de trabajos anteriormente manuales; más de dos siglos después, para bien o para mal, sigue habiendo trabajo en el mundo. Si bien con el avance de la robótica, el machine learning y demás profundizaciones de la inteligencia artificial dibujan futuribles tanto utópicos como distópicos, esta tendencia actual del desarrollo técnico da cuenta de un rasgo característico de nuestra era.
Sospechamos de los hombres: no creemos en su palabra y los sabemos falibles y corruptibles. De ahí que, porque creemos poder dominarlas, prefiramos sustituirlos por máquinas. Al desconfiar del otro, resulta una desenlace lógico de nuestro tiempo que prefiramos mantener un registro público y abierto de nuestras transacciones para así poder, entre todos, vigilarnos. De esto dan cuenta los registros en blockchain, una de las soluciones técnicas más actuales al desprestigio de la palabra.
Básicamente —más allá de las distintas modificaciones y personalizaciones que se le puedan realizar al código fuente- la tecnología de contabilidad distribuida es un registro contable cibernético en el que se puede almacenar y compartir cualquier tipo de data digitalizable. Esto lo hace en tiempo real, de manera distribuida, inmutable y pública. Remitiéndonos al libro blanco de Bitcoin, origen de la tecnología blockchain, la intención principal de este registro era la supresión de los terceros en las transacciones monetarias con el fin de posibilitar el intercambio entre pares sin mediaciones ajenas al trato.
Con todo, suprimir de la ecuación la mediación de entes centrales, dígase instituciones financieras o Estatales, no suprime ni por asomo la necesidad de garantías y certificaciones de confianza: la desplaza del hombre a la técnica. Partiendo de la corruptibilidad de los hombres de nuestro tiempo, el desarrollo tecnocientífico se ha orientado de tal modo en que sean las maquinas las que ofrezcan testimonio y aval de las transacciones realizadas.
En este marco, la tecnología blockchain también ofrece respuesta a la desconfianza del hombre en sus políticos. Introducir en la blockchain las partidas presupuestarias de organismos públicos con el fin de auditar sus transacciones y combatir la corrupción es una entre varias formas en que podríamos utilizar esta tecnología para despejar la incertidumbre respecto a cómo manejan nuestros fondos los agentes Estatales.
La tecnología de contabilidad distribuida en varias ocasiones ha sido calificada como la invención más revolucionaria desde el Internet —aun compartiendo tiempo con asombrosas investigaciones y descubrimientos en áreas como la Inteligencia Artificial y la robótica. Esto viene, quizás, de que las posibilidades de esta tecnología aún se ignoran.
Parece poco probable un giro de retorno a la confianza en la palabra de los hombres. Cada día la automatización y maquinización toman más protagonismo en las investigaciones científicas y cada vez son más las instituciones que realizan pruebas y diseñan prototipos de blockchain para distintos procesos de la vida cotidiana: desde registros médicos y educativos, hasta cadena de suministros y títulos de propiedad. Si en la actualidad aquello que no cuenta con un sello del Estado carece de legitimidad legal, puede que en el futuro se considere inválido todo aquello que no pueda ser verificado mediante blockchain.
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