Bitcoin no derrocará al Estado, pero sí lo dejará en bancarrota moral

En ciertos círculos bitcoiners suele repetirse una idea: si alguien todavía mide sus ahorros en monedas fíat, incluso en las de mejor desempeño, entonces no está abrazando realmente el legado de Nakamoto. Se presenta casi como una exigencia de pureza ideológica, como si convertir mentalmente satoshis a dólares fuera un pecado mortal.

Sin embargo, aunque el argumento se entiende, creer en el eventual colapso del sistema y, al mismo tiempo, participar en él mientras exista, no constituye una hipocresía. La realidad, en el fondo, es más simple: muchos almaceneros no aceptan BTC por una docena de huevos y múltiples colegios no reciben pagos de esa forma. Pretender vivir hoy al margen del papel moneda no solo es impráctico, sino directamente imposible en la mayoría de los contextos.

Aun así, este tipo de juicios persiste en algunos sectores. Puede parecer una obviedad, pero sorprende lo fácil que algunas personas se apropian de determinadas palabras, posturas o ideologías como si tuvieran autoridad exclusiva sobre ellas. Este fenómeno se observa dentro del ecosistema bitcoiner, donde a veces parece que algunos se arrogan el derecho de decidir quién es «puro» y quién no.

El debate conduce a los ideales cypherpunk que inspiran a muchos maximalistas de bitcoin: la defensa de la privacidad, la resistencia a la censura y la creación de sistemas abiertos que disminuyan la dependencia del propio Estado.

Estos principios son, sin duda, metas que vale la pena perseguir, pero conviene recordar que un mundo sin Estado es muy poco probable, mientras que uno sin ningún tipo de organización política resulta totalmente imposible.

Centralización, control y la historia que se repite

No es difícil entender que, frente a un Estado que no ofrece soluciones, algunas personas sueñen con un futuro sin regulaciones. La frustración ante la burocracia, la inflación o la intervención constante del gobierno lleva a que la visión de un mundo carente de supervisión parezca la respuesta a todos los problemas.

Y es que desde siempre se nos ha vendido que es posible armonizar nuevos y exitosos paquetes de regulaciones en ámbitos sociales y económicos. Sin embargo, en la práctica un porcentaje altísimo de estas normas fracasan, en parte porque se basan en errores intelectuales bastante serios. El resultado, tristemente, es que en las esferas políticas se genera la percepción de que la única manera de mejorar es imponer más regulación.

Esto acaba creando un círculo vicioso que puede atrapar a la sociedad en un escenario ineficiente y desastroso. Un ejemplo claro son los controles de precios, que existen desde hace más de dos mil años. Aunque se implementen con la intención de proteger al consumidor, fracasan una y otra vez porque ignoran la dinámica real de la oferta y la demanda.

Pero fijar precios y salarios no es el único síntoma, pues existen manifestaciones mucho más profundas del intervencionismo estatal. Una de las más desastrosas es la emisión descontrolada de dinero por parte de los gobiernos, un patrón que termina erosionando el valor de la moneda. Ese mecanismo es el núcleo de la inflación crónica y de las constantes devaluaciones que golpean con más fuerza a las economías vulnerables.

No obstante, lo verdaderamente trágico del asunto es que sigamos repitiendo los mismos errores con el paso del tiempo. Así es el ser humano: la única especie que cree que repetir lo mismo, cambiando solo las intenciones, producirá un resultado diferente.

Es por este tipo de patrones que, pese a los enormes avances tecnológicos y sociales que el ser humano pueda alcanzar, está condenado a reproducir ciertos errores una y otra vez. La tendencia a plantear estructuras políticas centralizadas será, muy probablemente, uno de esos patrones recurrentes.

El agorismo y la contraeconomía frente a las prácticas estatales

Como bitcoiners, lo último que deberíamos hacer es juzgarnos entre nosotros sobre quién es «digno» y quién no. Lo más valioso que podemos lograr es trabajar de manera constante para sentar las bases de un cambio cultural: educar a las personas para que entiendan que son ellas quienes deben servirse del Estado cuando lo necesiten, y no al revés.

Todo comienza por deslegitimar el sistema de manera no violenta, tanto desde lo intelectual —con ideas, debate y análisis— como en la práctica, cuestionando el status quo y adoptando alternativas que muestren que otra forma de relacionarse con la autoridad es posible.

Una de las corrientes que mejor encarna esta forma de actuar es el agorismo. Esta filosofía política, fundada por Samuel Edward Konkin III a finales de los años setenta y formalizada en su obra New Libertarian Manifesto (1980), propone construir una sociedad basada en el intercambio voluntario y la interacción pacífica, fuera del control estatal.

Konkin busca, entre otras cosas, que los libertarios dejen de participar en la política formal —incluyendo el voto y el activismo electoral— y se concentren en expandir de manera sistemática los mercados alternativos pacíficos: comercio sin permisos, trueque, uso de monedas alternativas, redes de protección privada, entre otras prácticas. Según el autor, un agorista es un individuo que actúa de manera coherente con la libertad, por la libertad y para la libertad.

Así, su objetivo era que la segunda parte del agorismo, a la que llamaba contraeconomía, se expandiera hasta volverse mayoritaria y provocar el colapso del Estado por inanición fiscal y pérdida de legitimidad, dando paso a una sociedad basada únicamente en la defensa privada.

Pese a ello, el agorismo también tiene un flanco controvertido que lo hace incómodo incluso para muchos libertarios: su compromiso radical con la coherencia práctica. Lo positivo y más potente de la propuesta es que admite una verdad económica irrefutable: la coerción siempre destruye valor. El que coacciona extrae recursos sin crear nada a cambio, vive parasitariamente del producto ajeno y, al hacerlo, reduce la riqueza total disponible para la sociedad.

Esa es una crítica demoledora y acertada al estatismo, pero también aquí surge el problema: para Konkin, comprender esto no basta con aceptarlo teóricamente, sino que implica actuar en consecuencia y no esperar a que las condiciones sean ideales.

Es decir, en la práctica, esto implica la omisión consciente de impuestos, la posesión de armas que podrían caer en manos equivocadas, la prestación de servicios médicos sin autorización estatal, entre otras acciones. Esa exigencia de pasar de inmediato de la teoría a la contraeconomía convierte al agorismo en una filosofía altamente exigente y, para muchos, moralmente incómoda.

Educación y Bitcoin como herramientas de libertad

No estoy, ni por asomo, invitando a nadie a infringir la ley, pues el núcleo ético del agorismo también puede ser respetado dentro de los límites legales. Acciones como crear asociaciones de ayuda mutua, formar cooperativas de consumo o producción, o prestar dinero entre amigos sin recurrir a la banca regulada, bien pueden ser calificadas como agoristas.

De hecho, los seres humanos han practicado diversas formas de agorismo durante siglos sin etiquetarlas como tal. Lo que ocurre es que bitcoin y las criptomonedas han convertido esas prácticas en algo exponencialmente más potente y visible que nunca.

Por primera vez en la historia disponemos de un dinero duro, portátil, divisible y resistente a la censura, que amplifica la autonomía individual y permite construir redes de confianza globales al margen del control discrecional del Estado. Si hay una actividad que encarna a la perfección el agorismo cotidiano y legal es, precisamente, participar en la educación y difusión sobre BTC.

Enseñar a familiares, amigos o desconocidos cómo custodiar sus propias claves privadas, cómo realizar transacciones peer-to-peer (P2P) sin intermediarios, cómo usar Lightning Network o monederos de autocustodia, o simplemente explicar por qué el dinero duro y descentralizado es una herramienta de soberanía individual, constituye un acto contraeconómico de primer orden.

Cada nodo que se levanta, cada curso gratuito que se imparte, cada meetup o grupo de estudio que se organiza expande el ágora real y reduce, aunque sea en una mínima fracción, la dependencia estatal. Se puede ser agorista sin ser mártir ni romper con las leyes.

Hacia un Estado irrelevante

Esto no es fácil ni rápido: las comunidades poseen historias particulares, clientelismos arraigados y élites extractivas, lo que hace que el camino sea más largo y tortuoso en unos lugares que en otros.

No obstante, hay motivos para confiar en que la adopción silenciosa de bitcoin y su resistencia inquebrantable, si bien no reducirán al Estado a antimateria, sí lo colocarán en una bancarrota moral que será definitiva.

Y esto es algo que ya está pasando. Como se señaló en un artículo anterior de CriptoNoticias, los desastres históricos asociados a los gobiernos y al dinero fíat han llevado a que cada vez más personas comprendan que no necesitan pedir permiso para ahorrar, intercambiar o proteger su riqueza.

Cuando esto se vuelva sentido común, el Estado seguirá existiendo formalmente, pero será tan irrelevante como aquel del que hablaba Borges tras sus años en Suiza: un gobierno tan pequeño que la mayoría de la gente ni siquiera sabrá cómo se llama el presidente.

Descargo de responsabilidad: Los puntos de vista y opiniones expresadas en este artículo pertenecen a su autor y no necesariamente reflejan aquellas de CriptoNoticias. La opinión del autor es a título informativo y en ninguna circunstancia constituye una recomendación de inversión ni asesoría financiera.