Hechos clave:
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Un reloj con doce palabras ronda por el mundo.
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¿Quién podrá darse cuenta de lo que en realidad esconde?
Lo habían fabricado en Alemania en algún punto del siglo XX. Acero inoxidable, manecillas clásicas y números romanos tras un pequeño vidrio circular. En la parte inferior del marco de mínimas muescas, hacia las seis, cuatro letras milimétricas anunciaban un secreto escondido debajo del reloj: Open. Sólo tenía que empujarse con delicadeza para levantar la bisagra y dejar al descubierto una brújula con una flecha de bordes blancos que apuntaba al norte. Sur, este, oeste y numeritos blancos sobre fondo negro permanecían solitarios aquel día, cuando el hombre en traje gris abandonó la tienda, llevando entre sus dedos el reloj-brújula.
Un objeto curioso. No muy usual, no tan inusual como para pertenecer a una colección. O para valer más de lo que valdría un reloj común, de materiales comunes. Ni siquiera era un reloj pulsera, sino que estaba diseñado para ser una especie de llavero. El turista tuvo cuidado de enredarlo entre las llaves de su casa en Hong Kong y no de las del hotel en Berlín donde se estaba hospedando de forma temporal.
Miles de horas vio el reloj pasar dentro de un bolsillo, en una mesa de noche o en un gancho junto a una puerta. Se detuvo algunas veces, durante períodos indeterminados. Sin embargo, siempre le cambiaban el corazón metálico y volvía a latir con igual constancia.
El abuelo murió. El nieto lo heredó e hizo una cosa extraña con él: lo dejó en una joyería para que grabaran en el disco de la brújula doce palabras, muy apretadas y pequeñitas. Los que brindaron ese servicio no hicieron preguntas, aunque no dejaron de mirarlo extrañados. Es decir, no era nada raro que la gente mandase a grabar mensajes en sus objetos. Usualmente eran sus nombres, alguna declaración de amor, un recuerdo de una graduación o de otro tipo, pero este no era… ninguna de las anteriores.
De hecho, no parecía ser nada en específico. Sólo doce palabras al azar que los joyeros no tardarían en borrar de su mente por lo insignificantes que resultaban. Ninguno vio la sonrisa del hombre mientras salía junto a un amigo de la joyería.
— ¿Quién lo va a saber? —se encogió de hombros— ¿Quién? Sólo yo.
— También yo. Y si llegara a valer más, podría intentar robarte el reloj —bromeó su amigo.
El nieto del primer dueño del reloj se rió.
— Sabes que lo hago por puro amor al arte. ¿Cuánto crees que llegue a valer algo así?
— No lo sé. Salió hace no mucho. Necesita tiempo.
— Y lo tendrá. Quien sabe, tal vez mis nietos lleguen a masacrarse por ese reloj.
Sus nietos no llegarían a masacrarse por ese reloj porque él no llegaría a tener nietos. Un año después, el segundo dueño del reloj se abrió la cabeza contra el volante de su auto, mientras rodaba imparable por un despeñadero hasta que un árbol tuvo la amabilidad de detenerlo, en medio de una lluvia torrencial.
Él no sobrevivió, pero el reloj sí. Contó seis horas en el bolsillo de su pantalón, y luego otras doce en una cajita en la morgue; hasta que la hermana de su antiguo dueño lo rescató de su encierro improvisado. Ella no quería conservar nada del trágico accidente, así que se deshizo de todo tan rápido como pudo.
Cuando al amigo de la joyería se le ocurrió preguntar por el reloj, este ya estaba encerrado de nuevo en un paquete decorado con sellos, aislado junto al resto del correo en un avión comercial directo a Washington, Estados Unidos.
El único otro ser en el mundo que sabía de esas doce palabras decidió dejarlo ir. No valía mucho la pena, de todos modos. Ya era suficiente con la muerte de su amigo como para molestarse por unos fondos modestos. Sus numerosos equipos servirían mejor para cubrir gastos.
***
El tercer dueño conservó el reloj durante apenas un año, antes de venderlo por USD 30 a través de la misma plataforma en línea por donde lo había comprado. Le divertía abrir y cerrar la tapa superior para descubrir la brújula, pero había planeado un viaje a Europa con su novia y tres amigos, así que todo lo que no era necesario en su habitación acabó siendo vendido para reunir más fondos.
El cuarto dueño vivía en Utah y tenía más atención al detalle. No tardó en descubrir a punta de lupa las doce palabras grabadas en el marco circular de la brújula.
— Coche, anillo, cuento, taladro, vagón, superior, montaña, efímero, camino, sueño, vela, pozo —recitó, observando las letrillas a través del amplificado cristal.
Bajó ambos objetos a su escritorio, frunció el ceño y se preguntó qué rayos significaban. Al segundo siguiente, otra pregunta, más interesante, acudió a su cerebro: ¿acaso el reloj podría valer más de lo que aparentaba? Aquel parecía alguna especie de… código. ¿Sería de la segunda guerra o algo? Tenía entendido que no.
Lo mandó a valuar con un experto en historia. Los resultados fueron desalentadores: el reloj no era tan viejo, los materiales eran demasiado comunes y las misteriosas palabras habían sido grabadas en él después, quien sabe con qué propósito. Quizás con ninguno en particular. Lo más probable es que fuese una referencia oscura que sólo podía entender el antiguo dueño.
Le dio un poco igual ese resultado. Las doce palabras debían significar algo y él se proponía descubrir qué era. Por desgracia, era muy aficionado al esquí. Un día de invierno, olvidó sacarse el llavero del bolsillo cuando subió a una de las altas colinas nevadas de Park City Mountain Resort, con toda la intención de bajar a mayor velocidad. El reloj se cayó en una curva, cerca de un pino, mientras su último dueño se alejaba a toda mecha sobre sus esquíes.
Hubiera podido quedar enterrado bajo la nieve hasta la primavera, de no ser porque otra aficionada del esquí paró justo en ese pino una media hora después. Vio algo medio brillar entre la blancura, se agachó y lo recogió. Le gustó mucho. Por un instante pensó en intentar encontrar a su dueño, pero, ¿cuántas personas visitaban en invierno la estación de esquí más extensa de Estados Unidos? Las posibilidades no eran muy alentadoras. Así que se encogió de hombros y lo conservó.
Descubrió el grabado sobre la brújula revisándolo en su hotel. No vería las doce palabras como tal, pues eran minúsculas, sino hasta que volvió a casa en Buenos Aires, Argentina, y rebuscó entre las cosas de su padre para dar con una lupa. Se le hizo interesante lo azarosas que eran, pero su curiosidad no fue mucho más allá. Asumió que eran una referencia del antiguo poseedor.
Esa quinta dueña convirtió el llavero en un objeto familiar, enredado entre las llaves de su casa. Le tenía cariño: era un recuerdo de su inolvidable viaje de graduación a Utah. Lo tuvo durante años, hasta que un mal día, cuando volvía a las altas a su departamento, sufrió un atraco en donde se llevaron su bolso.
Una vez en su escondrijo, el ladrón separó las cosas valiosas de las chucherías sin importancia. Efectivo y teléfono por aquí, lápiz labial y llaves con llavero por allá. Reunió el maquillaje y pensó en dárselo a su hermana; miró las llaves y pensó en tirarlas a la basura. Sin embargo, decidió desenredar el reloj antes. Le echó un vistazo curioso y no tardó mucho en descubrir la brújula debajo. Quizás en la casa de empeño le daban algo. No era de plata siquiera, pero en fin. Algo tendría que valer.
El infame sexto «dueño» del reloj se deshizo de él a sólo un día de tenerlo entre sus manos. Fue a parar a la vitrina de la casa de empeño, un sitio sospechoso en un callejón. El administrador y también dependiente creyó que se vería bien junto a los demás relojes —los que sí planeaba vender a buen precio—, así que le dio el equivalente en pesos a unos 10 dólares y trato hecho.
El séptimo dueño ni siquiera lo miró demasiado. Sólo abrió la brújula una sola vez; por lo demás, el llaverito permaneció en la exhibición durante meses, hasta que una de las comerciantes de un mercado vintage se interesó en él. A sus clientes les encantaría un objeto como ese.
Se lo vendió al doble de lo que lo había comprado, pero ella no se quejó. No podía saber cuánto le había costado a él, para empezar y, para terminar, ella planeaba ponerlo a un precio más alto, también. Lo mandó a pulir y apenas dio un vistazo al grabado de la brújula. Rastro de viejas épocas, pensó. Sí que les gustaría a sus clientes.
***
Rodrigo se vio obligado esa tarde a acompañar a su novia al mercado vintage. Exhibía unas ojeras de campeonato, pero se enorgullecía de haber trabajado duro en esa condenada App toda la semana anterior para poder tener libres esos dos días. Los dioses sabían que los necesitaba.
Por supuesto, su plan ideal no era recorrer un mercado vintage, pero qué diablos. Luego irían al cine.
— ¡Mira Rodri, mira qué bonito! —María le estaba mostrando un reloj de acero que parecía antiguo.
Una de sus uñas no tardó en abrirlo como una tapa para revelar una brújula inferior.
— ¡También es una brújula! Te lo voy a regalar —sentenció ante su sonrisa condescendiente.
No es que le atrajera demasiado el objeto, aunque al menos tampoco le desagradaba. Peores cosas había recibido… lo malo fue que María se dejó estafar USD 30 para regalarle el bendito reloj.
— Mari, ¿no te parece demasiado caro? —masculló lo más disimuladamente que pudo.
— Qué va, se nota que es fino. Además, ayer cobré la quincena y nunca te había hecho un regalo en condiciones, ¿verdad?
Acabó por encogerse de hombros y resignarse. Agradeció el regalo y decidió cuidarlo como un recuerdo de Mari, pero poco más. No volvió a fijarse en él hasta que, en una pausa de procrastinación la semana siguiente, atorado en la resolución de un bug insidioso en una cartera digital, decidió ponerse a jugar con lo primero a mano en su escritorio. Ese objeto resultó ser el reloj-brújula.
Abrió y cerró la tapa hasta que entornó los ojos, notando el grabado del marco. Buscó una lupa entre sus viejos útiles escolares, tratando de adivinar por el camino qué cosa estaría escrita ahí. Como no fuera una especie de maldición china, todo bien; pensó divertido.
Las doce palabras desfilaron ante sus ojos críticos como una cosa inquietantemente familiar. Bajó los objetos, frunció el ceño, recordó y sonrió.
— Anhelo, oxidado, diecisiete, amanecer, horno, nueve, benigno, bienvenida, uno, vagón de carga.
No ante cualquiera confesaría que se sabía de memoria las diez palabras exactas. Se echó a reír. ¿Acaso esto era una versión real para activar a algún soldado del invierno, como en Capitán América? Vale, ya estaba procrastinando demasiado…
Pero entonces, de repente, como un escalofrío directo a su cerebro, le llegó la única otra cosa que él conocía y que constaba de doce palabras al azar, en lugar de las diez que había recordado. Miró el reloj con divertida incredulidad.
— Nah.
¿Un reloj del siglo pasado con ese tipo de doce palabras grabadas? Sí, claro. Casual. Regresó a trabajar un rato. Volvió a frustrarse tras dos horas de luchar contra el bug en la computadora. Bajó a la cocina por un sándwich y un refresco. Mientras masticaba, de nuevo en su escritorio, miró reflexivo el reloj.
No es que tuviera alguna esperanza, pero igual abrió una cartera en línea en una nueva ventana. Al momento de solicitar una nueva semilla, eligió, en su lugar, recuperar una ya existente. Tomó de nuevo la lupa para poder introducir las palabras. Decidió empezar desde “cuento” porque, superponiendo el reloj, era la que quedaba justo bajo la una. Así fue, hasta que concluyó en “coche”, mientras bebía despreocupado de la lata de Coca-Cola.
Para su sorpresa, ningún aviso de error se mostró, sino que, en efecto, una vieja dirección de Bitcoin, quién sabe desde cuándo no tocada, se abrió en la interfaz. Escupió el trago de refresco apenas leyó el balance, grande en letras azules contra fondo negro.
“500 BTC – $ 9.000.000”
Le costó horas aceptar (y comprobar) que aquello no se trataba de una broma, y otros días más de investigación empezar a deducir lo que había pasado. El grabado, como supuso, era mucho más reciente que el reloj, de la época de los primeros mineros de la primera criptomoneda, Bitcoin. Por entonces, nadie tenía muchas esperanzas puestas en presunto dinero no respaldado por algún gobierno y ni siquiera la infame casa de cambio Mt Gox había surgido. No había mucho que se pudiera hacer con una moneda digital creada por “frikis”, aparte de comprar pizza.
¿Quién diría que acabaría valiendo más de mil dólares, más de cinco mil dólares, más de diez mil, que rozaría los veinte mil por unidad, en tan sólo unos pocos años? Nadie, nadie en lo absoluto.
La cartera debió pertenecer originalmente a uno de esos mineros/hodlers de los primeros años. No es que al principio existieran las fáciles doce palabras como llave privada, así que tampoco debía ser un usuario tan temprano. Pero sí lo suficiente.
¿Cómo demonios había perdido su llave privada así? Todos solían perderla en discos, en viejos computadores; no en relojes-brújula vintage. En cualquier caso, la conclusión para él era la misma: bastante feliz.
Acababa de ganarse, de la nada, nueve millones de dólares. Y pensar que él había creído estafada a su novia. Las casualidades podían ser bellas.
Ahora, aunque Bitcoin estuviera bajando de precio, había que tener un poco de fe. Vendió sólo la mitad, conservó la otra mitad y, por supuesto, el reloj. Tal vez, en unos años más, Bitcoin volvería a sorprenderlos.
Descargo de responsabilidad: Esta es una obra de ficción. Los nombres, personajes, empresas, organizaciones, lugares, acontecimientos o hechos que aparecen en la misma son producto de la imaginación del autor o bien se usan en el marco de la ficción. Cualquier parecido con personas (vivas o muertas) o hechos reales es pura coincidencia.
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