Hechos clave:
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Los misteriosos hackers han robado millones de dólares.
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Quizás hay alguien que puede detenerlos...
Z palideció a niveles alarmantes y la penumbrosa sala cayó en el más absoluto de los silencios. Todos miraban hacia su computador y el índice que acababa de pulsar Enter. Nadie se atrevió a moverse, apenas si a respirar, hasta que una mujer al fondo, J, se levantó de un salto.
— ¡Recojan todo, ya! ¡Vámonos de aquí!
Las otras cinco personas en la habitación reaccionaron al mismo tiempo y saltaron de sus sillas. Cada uno cerró su laptop, la embutió en un bolso y J, que ya había terminado de hacer eso, corrió hacia la máquina fija en una esquina y comenzó a desarmar el CPU.
— ¡Z, eres un idiota! —chilló G, la otra mujer de la sala.
— Le jefa te va a matar. O peor —soltó sombrío S.
— ¡Hagan algo útil y recojan la QPC! —ordenó J, aún sumida en su tarea.
Nadie dijo nada más. Z, de hecho, fue el primero en lanzarse a cumplir la orden. Entre él y S alzaron una pequeña caja metálica junto al CPU que debería poder alzar uno solo, pero cuya densidad era demasiado alta para ello.
Desocuparon el alejado galpón en cuestión de minutos. No dejaron mucho atrás que pudiera delatarlos, pero ese error les pasaría factura.
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Mark estaba pensando por lo menos dos veces al día que encontrar ese rastro de los súper-hackers en su propia ciudad era más una maldición para su departamento policial que otra cosa. Ahora todos los ojos estaban puestos en ellos. Kathleen, en cambio, se mostró muy emocionada luego de que acompañase al grupo de inspección al galpón ya vacío.
— ¡Es la primera pista decente en meses! ¡Y en nuestra propia ciudad! ¡Cada vez estamos más cerca, Mark!
Él rodó los ojos.
— Ajá… un galpón vacío con unos cables sin importancia. Sin huellas dactilares reconocibles.
— No seas pesimista. Encontramos cabellos.
— Y nada en base de datos.
Esta vez fue el turno de la mujer de rodar los ojos.
— Es mejor que nada. Nos guiará hacia algo, ya verás.
Mark la miró escéptico, pero optó por callar.
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— Verde es encendida, rojo es apagada. ¿¡Qué es tan difícil de entender, malditos idiotas!?
T, G, J, S, B y Z se encogieron en sus asientos. Este último mucho más, porque había sido el responsable directo del error… algo que no tardó en salir a rodar.
— ¡Fue culpa de Z! —acusó G— ¡Se bajó a CoinPro con la QPC apagada!
— ¡Lo siento, lo siento! Juraba que estaba encendida. De verdad. Vi un resplandor verde, no sé qué pasó…
— Pasó que ya nos podemos ir olvidando de los bitcoins de CoinPro. Esto lo voy a descontar de tu parte, Z.
Él se limitó a asentir.
— Y el asunto en general ya se está saliendo de madres y no me gusta ni un pelo. Vamos a lanzar el ataque de los 1.000 millones a ODEX y nos retiramos.
— Pero aún podríamos hacer tanto con la QPC…
El comentario le valió a B una mirada fulminante.
— La voy a destruir. Ya saben lo que hace, así que se acabó. Preparen el último ataque para mañana. La próxima semana espero estar en las Islas Caimán con otro pasaporte. Y recuerden cambiar esas criptos antes de que todo se vaya a pique.
Todos regresaron de inmediato al trabajo.
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ODEX, una de las casas de cambio de criptomonedas más grandes del mundo, acababa de irse a la quiebra, como por arte de magia. Pero no era sólo eso: era el hecho de que se pudieran robar mil millones de dólares directo desde la blockchain de Bitcoin lo que era alarmante. Todas las criptomonedas cayeron a mínimos históricos y la industria de la tecnología blockchain se rindió al pánico.
El resto del sector financiero también temblaba. ¿Cuándo sería su turno? Tal vez muy pronto, pensaba Mark. Él, tanto como todos sus colegas, estaba con el ánimo por los suelos. No sólo eran las criptomonedas: todo el dinero electrónico estaba peligrando. Una crisis estaba a la vuelta de la esquina.
Kathleen no había ido ese día a la oficina. Se había reportado enferma y él sospechaba que, sencillamente, había cedido al estrés. Demasiado que soportar en muy pocos meses… tendría que ir a verla esa misma tarde.
Alzó la vista del suelo hasta la pantalla de su computador cuando escuchó la alerta de nuevo correo electrónico. Sin prestar mucha atención a que el remitente era anónimo lo abrió, para encontrarse con una carta y un montón de archivos adjuntos que le congelaron hasta el último trozo de la garganta mientras palidecía cada vez más.
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T, G, J, S, B, Z y D estaban muy felices. Documentos arreglados, dinero arreglado, destino arreglado; completa desaparición arreglada. Miles de millones hackeados a distancia, como si tal. No obstante, mientras recogían sus últimos rastros, D no sabía que B y T planeaban traicionarla para robar la QPC antes de que la destruyera.
Nunca lo sabría, de hecho, porque, de repente, todas las computadoras se encendieron a la vez para mostrar un mensaje en sus correos electrónicos encriptados. El mismo mensaje del mismo remitente, en todas y cada una.
De: satoshi@vistomail.com
Asunto: QPCEso fue muy grosero de su parte. No vuelvan a intentarlo.
Cada uno de los presentes se congeló en su sitio, mirando hacia la pantalla más cercana. Ese correo… ese era el correo que se le había atribuido a Satoshi Nakamoto. No tuvieron mucho tiempo para pensar en ello: de repente, a su izquierda, la QPC empezaba a escupir fuego y sus teléfonos personales comenzaban a sonar.
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Daniel Reeves había sido un genio adelantado a su época. Quizás por ello no comprendía el mundo, ni podía conectar realmente con nadie. Estaba solo, atascado en medio de una civilización que era incapaz también de comprenderlo a él.
La única con la que había sido cercano en verdad había sido su única hermana, Kathleen. Aun así, no había sido suficiente. Reeves se había suicidado a principios de año, dos meses antes de que iniciaran los hackeos en masa.
Sin que nadie más que su hermana lo supiera, había dejado atrás un último rastro de brillantez: una computadora cuántica real, adelantada al menos unos treinta años a las actualmente disponibles. La habían llamado QPC. Por desgracia, emitía una radiación demasiado dañina. Era un desastre medioambiental y un desastre para los que estaban cerca de ella, a quienes absorbía unos cuantos años de vida.
Kathleen conocía las criptomonedas y, más que eso, era parte de un grupo activista de hackers. ¿Quién hubiera sospechado que sus ambiciones llegarían a tanto?
Mark vio a través del cristal como escoltaban a su vieja amiga esposada por todo el pasillo, directo a la sala de interrogatorios. Cerró los ojos con pesar. Apenas el día de ayer muchas comisarías y otras autoridades habían recibido un mensaje por parte de un remitente anónimo, explicando lo que había hecho el grupo de hackers de Kathleen para robar todo ese dinero. El misterioso remitente les envió fotografías, documentos y hasta grabaciones de voz.
El mismo día, un desarrollador anónimo subió a GitHub una propuesta de algoritmo anti-cuántico que solucionaría futuros problemas. Ese mismo día, también, hasta el último centavo de los fondos perdidos comenzó a ser devuelto a sus legítimos dueños. Todos sospechaban que el responsable de las tres cosas era la misma persona (¿personas?).
¿Quién? ¿Dónde o cómo se enteró? Se figuraban que podría ser uno de los mismos hackers, el cual, arrepentido, los había delatado a todos. O no. Tal vez era alguien más. Tal vez nunca lo sabrían, como nunca sabrían quién era Satoshi.
Descargo de responsabilidad: Esta es una obra de ficción. Los nombres, personajes, empresas, organizaciones, lugares, acontecimientos o hechos que aparecen en la misma son producto de la imaginación del autor o bien se usan en el marco de la ficción. Cualquier parecido con personas (vivas o muertas) o hechos reales es pura coincidencia.