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Más perspectivas se juntan de camino a la catástrofe.
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Un efecto dominó empieza.
— Sólo hay una explicación para esto: Satoshi Nakamoto es dios.
Rodó los ojos hasta el infinito, aunque sabía que Daniel estaba bromeando.
— ¡Claro que no! —contrarió Emile, sonriendo sabiondo en seguida— Es un alien.
Esta vez se unió a las risas que inundaron la desordenada oficina en algún lugar de Brooklyn.
— Oh vamos, es en serio. Piénsenlo. ¿Saben lo increíblemente rico que se hubiera hecho registrando como suyas las monedas digitales y blockchain? Hubiera ganado el puto Nobel. Fama y fortuna a montones. Y renunció a todo eso, sin más. Donó su invento al mundo, no tocó nunca sus propios bitcoins y luego, ¡poof! Desapareció. Alguien así no es humano. Muchos dicen que está muerto, pero yo creo que volvió a su planeta.
— Quizás —concedió ella ante las sonrisitas de todos—. O quizás es algo todavía más raro: alguien que no vende sus principios.
Exclamaciones de falso dolor llenaron el recinto.
— Ya, en serio, yo tengo otra teoría —intervino verdaderamente desde que había comenzado la discusión sobre quién podría ser el creador de Bitcoin—. Creo que Satoshi Nakamoto es como William Shakespeare.
— ¿A que te refieres? —preguntó Kyle.
— Miren, existe un problema con la autoría de las obras de Shakespeare. Hay un debate sobre si él realmente escribió todo eso o no. Y, por supuesto, hay varios ‘sospechosos’ de ser Shakespeare. Pero lo que más se cree es que, en todo caso, no fue él solo. Que tras el nombre de ‘William Shakespeare’ se esconden varios autores.
— ¿Entonces Bitcoin es un invento grupal?
— Seguro. Y seguramente todos o la mayoría salieron del foro cypherpunk de Wei Dai. El propio Wei Dai podría estar involucrado. Nick Szabo y Hal Finney, sin duda. Incluso tal vez Craig Wright, porque siempre hay un listillo que quiere quedarse con todo el crédito. Ya lo dijo Satoshi cuando Wright intentó atribuirse a Bitcoin: “No soy Craig Wright. Todos somos Satoshi”.
Hubo un corto silencio tras la explicación. Ella sonrió ladina.
— Y en este caso, es altamente probable que ninguno pueda probar que es Satoshi, tal como le pasó a Wright. Quizás el bloque génesis y la cartera de Satoshi tienen función multifirma. O tal vez todos acordaron cerrar la puerta y tirar la llave, para que ninguno se viera en la tentación de conseguir toda esa ‘fama y fortuna’, y, sobre todo, todos esos bitcoins de la cartera, con la intención de que el precio se mantuviese estable a través del tiempo aun si aparecía algún comprador adinerado que quisiera hacerse con el control.
Y más silencio mientras cada uno reflexionaba al respecto. Ella sólo sonreía, porque estaba más que segura.
—… eso suena lógico—aceptó Emile.
— ¿Y saben que sonaría mejor?
Todos se congelaron, viéndose con ojos como huevos fritos.
— ¡USTEDES TRABAJANDO!
Todos regresaron a sus computadores ipso facto, farfullando excusas al hombre de dos metros, puro en la boca y mirada de mala leche que acaba de entrar en la habitación.
— ¡Jefe! Sólo tomábamos un pequeño descanso…
— Pequeñísimo, como cinco minutos…
— ¿No iba al partido de su hijo hoy?
— Se canceló por el mal tiempo —gruñó señalando brevemente a la ventana, donde podía verse que llovía a cántaros—. Más vale que tengan esas aplicaciones para mañana temprano. Estaré en mi oficina, TRABAJANDO, y espero escucharlos sólo en lo mismo —advirtió con ojos ásperos antes de abandonar la habitación gruñendo algo como—: Estos programadores y sus pamplinas…
Cuando se hubo cerrado la puerta, ella y Emile intercambiaron risitas.
— Satoshi no es dios, Kyle—se escuchó un murmullo tras ellos— Dios es el dinero que nos pagan. Por eso estamos aquí.
— Y por el código —añadió ella, tecleando ante una pantalla negra de letras verdes.
— In code we trust —aportó Emile.
**
Catherine tenía unos hermosos ojos azules, enmarcados por una larga cabellera color ébano y una piel tan blanca como la nieve. Por eso, desde el principio, la había llamado Blanca Nieves. Su Blanca Nieves.
— ¡Jaja, tonto! —solía responder ella con esa sonrisa que lo desarmaba.
La había conocido en Moscú, hacía ya un año. Coincidieron en las clases de piano. Él lo supo apenas verla, aunque ella se había negado a tomar café con él las primeras veces. Alrededor de la cuarta invitación, le había dedicado un mohín molesto y le había soltado que tenía novio. Y que vivían juntos.
— ¿Es que tengo cara de violador? Puedo vivir perfectamente en la friendzone —había respondido como un completo idiota.
Para su fortuna, Cat se había reído. Y había aceptado, por fin, tomar café con él, al mismo tiempo que lo empujaba en el profundo agujero de la “friendzone”. ¡Pero ya se las arreglaría para escapar…! Aunque eso no fue nada fácil.
— Sasha es programador. La mayor parte del tiempo no sé lo que hace, sólo veo pantallas negras y caracteres incomprensibles —cabeceó, con una sonrisa cariñosa—, pero siempre está tan absorto. Trabaja desde casa, aunque siempre está ocupado… por eso aún no lo has visto—le explicó en uno de sus cafés sobre la perenne ausencia a su alrededor del tal Sasha.
Al principio estaba muy entusiasmado. Catherine realmente le gustaba. Compartían gustos por las mismas series y películas, así que en más de una ocasión se habían reunido, junto a sus amigas, para criticar y emocionarse con una extensa variedad. Además, también compartían algo inusual: ambos eran huérfanos. No de orfanatos, pero sus padres habían muerto estando ellos bastante jóvenes. A ambos los habían criado, un poco a medias, varios familiares. Eso fue algo que los acercó de forma íntima. Y el arte. Cat era diseñadora gráfica. Él enseñaba arte visual contemporánea desde hacía unos años.
A los cuatro meses ya no estaba entusiasmado. La conocía demasiado bien para estarlo. Catherine ya no le gustaba. Su nariz se fruncía mientras dibujaba, soñaba con esculpir algo algún día, le encantaban las palomitas con queso. Planeaba tener un perro y tres gatos y cuatro hijos. Su mirada se fundía en la nostalgia cuando miraba al horizonte sin que nadie la viera, reflejando cosas indescifrables. Y hablaba de aquel hombre con tan indefinible ternura… odiaba todo eso. Porque ya no le gustaba. Estaba enamorado de ella. Y ella, de otro.
— ¡Al fin! Sasha, él es Arthur Wells. Viene de Inglaterra. Arthur, él es mi novio, Aleksandr Ivanov.
Los dos extendieron la mano y las apretaron quizás más de la cuenta.
— Mucho gusto. Catherine me ha hablado mucho de ti —intentó sonreír a los ojos mieles y ominosos que lo traspasaban, evaluando sin compasión sus intenciones y adivinándolas en, más o menos, tres segundos, si algo podía intuir su mano asfixiada.
— Lo mismo digo —devolvió con cautela antes de soltarlo.
Ese día fueron al parque de diversiones, como había planeado Catherine. Aunque, a sus espaldas, lo que pasó fue que aquel hombre no dejaba de lanzarle miradas afiladas como cuchillos ardientes, advirtiéndole silencioso e inquietante que si atrevía a dar un solo paso en falso quizás no tendría ni tiempo de lamentarlo.
Esa fue la única ocasión en la que los tres se reunieron. Una semana después, ya había decidido volver a Londres.
— ¿Qué? Pero, ¿por qué? Aún no acaba tu año sabático, ¿no? —Catherine parecía muy desilusionada cuando se lo dijo, tanto que él tuvo que obligarse a quitar ideas imposibles de su cabeza.
Le sonrió.
— Me entró el nacionalismo. Quiero visitar a mis tíos. Y siempre podemos hablar por Skype, ¿no?
Ella le sonrió a medias. Y su abrazo tan fuerte y tan largo al despedirlo en el aeropuerto, rodeándolo de su perfume y de su presencia, lo destrozó un poco más.
Hablaron por Skype durante cuatro meses. Pero Catherine parecía cada vez más distante y más fría. Algo bullía tras sus ojos, como magma a punto de explotar. Sólo que él no tenía idea sobre quién explotaría.
Un mal día ya no pudo contactarla. No tuvo noticias de ella durante todo un mes. Y a pesar de intuir que Cat, por alguna razón —su novio, seguramente— ya no quería ni hablarle, compró un billete de avión a Moscú como un completo imbécil, dispuesto a ir a buscarla. Porque no podía vivir con la idea de que le hubiera pasado algo. De que aquel sujeto inquietante que tenía por pareja la hubiera agredido. Porque aún era lo suficientemente idiota como para seguir enamorado de ella.
Aunque, por suerte, no lo suficiente como para ir a tocar la puerta donde también vivía Aleksandr Ivanov. Una vez en Rusia, en cambio, hizo algo que se había prometido no hacer: llamar a sus amigas para preguntar por ella. En realidad sólo tuvo que llamar a su amiga más cercana, Nastia, que le contestó rápidamente al segundo tono.
— ¿Sí?
— ¿Nastia? Soy yo, Arthur, el…
— ¡Arthur, volviste! ¡Tienes que hablar con Cat!
Aquello aceleró su corazón.
—… ¿Cómo sabes que volví?
— Estás llamando desde un teléfono de Moscú. ¿Público?
Sintió deseos de golpearse la frente contra la pared. ¿Qué tan torpe se había vuelto, por dios?
— Sí… eso—carraspeó—. Nastia, ¿por qué dices con tanta urgencia que tengo que hablar con Cat?
Sólo recibió silencio unos largos segundos a través de la línea. Y la siguiente pregunta casi le hizo escupir el corazón por la boca.
— ¿A ti te gusta Cat, no?
Su silencio fue lo suficientemente delator. Y antes de que pudiera llenarlo con mentiras…
— ¡Ajá! ¡Lo sabía! ¡Te quedaste callado!
— No, Nastia, yo…
— ¿Y por qué regresaste, eh? Te lo voy a decir: regresaste a buscarla. Porque no sabes nada de ella desde hace un mes. Y por eso estás llamándome.
Maldita fuera. Respiró hondo, muy, muy hondo.
—… ¿Cómo sabes que no sé de ella? —preguntó, esperando que la respuesta no fuera tan estúpida como lo del teléfono público.
Pero esta vez la del silencio y el carraspeo nervioso fue Nastia.
— Mira Arthur —comenzó con tono mucho más serio—, aprecio sinceramente a Cat. Es mi mejor amiga. Y no me gusta lo que está haciéndose.
— ¿Lo qué está haciéndose…?
— Está mintiéndose a sí misma. Ha dejado de hablar contigo y está con Sasha para no herirlo, pero está enamorada de ti.
Un golpe no habría funcionado mejor para tirarlo al suelo.
—… ¿Qué? —soltó con voz sospechosamente aguda.
— Si le dices que te lo dije juro que te mataré. Pero sí. Así que ve a buscarla y hablen, maldita sea. Mañana la invitaré a almorzar al Palace a las 2 en punto, y casualmente no apareceré, ¿entendiste?
Silencio. Estaba en shock.
—… ¡Que si entendiste!
— Sí—reaccionó—. Sí, sí, sí. Entendí.
— Bien. Entonces…
— Gracias, Nastia. Gracias.
Escuchó su risa a través del auricular.
— Sé que voy a arrepentirme de esto.
Al día siguiente estaba enrollando su servilleta una y otra vez entre sus dedos, dando vistazos nerviosos a la entrada del restaurante y a su reloj. Era la 1:55pm, en cualquier momento Catherine entraría por esa puerta y descubriría la encerrona. Podría tanto acercársele como dar media vuelta y escapar. Todo habría quedado dicho…
Con mano trémula tomó un sorbo de vino. Y fue ese justo momento el que escogió Catherine para aparecer por la puerta y localizarlo, posando sus desconcertados ojos sobre él… que se atoró con el vino de inmediato.
No supo cuánto tiempo pasó exactamente, pero pronto sintió una palma dándole golpes bastante enérgicos en la espalda.
— ¡Arthur! ¿Estás bien?
Hizo alguna seña mientras recuperaba la respiración.
— Cof… sí. Tal vez no tanto mis costillas…
— ¡Lo siento! —ella se mordió el labio, ocultando las manos tras la espalda.
Y él no pudo más que sonreír.
— Me alegra verte, Cat.
Los ojos azules se desviaron, pero Cat igual tomó asiento frente a él.
—… ¿Por qué regresaste, Arthur? —murmuró a la mesa.
— Porque estoy enamorado de ti.
Catherine le lanzó una mirada patidifusa a la par que se sonrojaba. Él, por otro lado, se preguntó alucinado como es que pudo haber dicho semejante barbaridad como hablando del clima. Al menos pudo haber esperado a los postres para que ella no se fuera para siempre tan rápido, ¿no?
— Buenas tardes, bienvenidos al Moscow Palace. ¿Qué les puedo servir? —llegó un mesonero de tono monocorde, quien les tendió a cada uno un menú mientras mascaba chicle y sostenía lápiz y libreta.
“Vodka. Con un 99% de alcohol, a ver si muero y dejo de meter la pata” maldijo para sus adentros, aunque por fuera ojeó el menú con mucha atención, sin verlo, mientras Catherine seguía con la misma expresión aturdida.
— ¿Qué tal pirozhki y varenniki como postre? —preguntó con una calma que no sentía, esperando a que en cualquier momento Cat se levantara y se fuera.
—… Sí—respondió al fin ella, desviando la vista hasta la ventana y sin poder controlar el color de su cara—. Eso.
Daba la sensación de que hubiese dado la misma respuesta aun si él hubiera sugerido cucarachas en escabeche. El mesonero se retiró y ambos se quedaron en un profundo e incómodo silencio.
Justo cuando estaba a punto de romperlo, no sabía ni siquiera con qué, ella lo hizo antes.
—… ¿Qué te dijo Nastia? —musitó, sin verlo.
“Si le dices que te lo dije juro que te mataré” flotaron de inmediato esas palabras en su mente.
— ¿Debía decirme algo? —respondió.
Catherine respiró hondo, cerró los ojos y se peinó la melena, agobiada.
—… No debiste regresar.
— ¿Porque me correspondes?
— Voy a matar a Anastasia.
— Y ella me va a matar a mí.
— Arthur…
La interrumpió tomando sus manos sobre la mesa. Y la observó con profunda determinación, mostrándole todo el dolor, toda la frustración y la amargura que había venido cargando durante lo que parecía una eternidad. Y ella le mostró lo mismo.
— Aquí tienen sus platos, que los disfruten—volvió el mesonero con tono aún más monocorde que antes, marchándose aún más rápido tras dejarles la comida desde un carrito.
Ninguno la tocó, aunque Cat se soltó de su agarre.
— Quiero a Sasha —sentenció—. No me atrevería a hacerle daño.
— ¿Así que engañarlo es mucho mejor?
— ¡No lo he engañado! —soltó furiosa.
— Lo haces. Si ya no lo quieres como antes, si estás enamorada de mí, Cat, eso es justo lo que estás haciendo. No sólo te mientes a ti misma, también a él.
Ella pareció al punto del llanto con sus palabras. Y el silencio se extendió hasta que le lanzó una mirada al pirozhki y luego la alzó con reproche hacia él.
— ¿No pudiste esperar a los malditos postres?
Sonrió.
— Se me escapó.
Quizás estuviese enamorada de él, pero Catherine no podía echar tres años de relación a la basura como si fueran cualquier cosa. Tuvo que esperar, pacientemente, otros tres meses, hasta que ella decidió aceptar irse con él a Londres y dejar de mentirle a todo mundo.
Trató de disimular con todas sus fuerzas la felicidad que sentía mientras esperaban su vuelo en el aeropuerto, a donde sólo Nastia había ido a acompañarlos. Sólo porque Cat aún se veía tan triste como el día anterior, cuando había abandonado la casa de Aleksandr.
Y no fue hasta unos 15 días después, ya en Londres, que ella le permitió subir a Facebook su primera foto juntos, donde se abrazaban recostados sobre su camioneta negra, frente a Green Park.
El Día del Tercer Dios irían en esa misma camioneta.
Descargo de responsabilidad: Esta es una obra de ficción. Los nombres, personajes, empresas, organizaciones, lugares, acontecimientos o hechos que aparecen en la misma son producto de la imaginación del autor o bien se usan en el marco de la ficción. Cualquier parecido con personas (vivas o muertas) o hechos reales es pura coincidencia.
Descargo de responsabilidad: Esta es una obra de ficción. Los nombres, personajes, empresas, organizaciones, lugares, acontecimientos o hechos que aparecen en la misma son producto de la imaginación del autor o bien se usan en el marco de la ficción. Cualquier parecido con personas (vivas o muertas) o hechos reales es pura coincidencia.