Hechos clave:
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Sebastián extravió su monedero con bitcoins y la frase de recuperación en una mudanza.
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El dispositivo de almacenamiento se encuentra hundido entre kilos y kilos de desperdicios humanos.
Sebastián ha perdido la facultad de pensar; el olor rancio de la comida descompuesta y el enjambre de moscas mantienen todos sus sentidos desorientados. Jamás se hubiese imaginado estar en una situación igual, con bolsas y bolsas de basura hasta las rodillas, escarbando entre desechos humanos y familias de ratas. Pero la vida te sorprende, sobre todo si eres un idiota.
Sebastián se considera en este momento un completo imbécil. No hay duda de ello, solamente alguien como él —tan lerdo como una marmota— podría haber cometido semejante error. Daniel se lo había dicho varias veces: «ten cuidado con tus bitcoins, guardarlos en un lugar seguro, no vayas a dejar la semilla botada por allí». ¡Cómo le molestaba su eterna cantaleta! ¿Por quién lo tomaba, por un estúpido? Pues claro, como buen amigo, Daniel conocía sus limitantes. La corta memoria, la cabeza siempre en las nubes, su desorden constante.
Él era de esa clase de bitcoiners que meten la pata y pierden sus ahorros de vida por no resguardar correctamente su frase de recuperación. Era un chiste, un meme andante, seguramente cuando tuiteara la ridícula historia de cómo había perdido unos tres bitcoins en un vertedero de basura, muchos echarían unas cuantas carcajadas. ¡Sus ahorros de vida desaparecidos en el aseo urbano!
«¡Eres un imbécil, hombre! Un grandioso payaso», piensa mientras revuelve el mazacote de desechos que se encuentra a su alrededor. Sebastián no se da por vencido, una parte de él quiere creer que encontrará el dispositivo hardware donde están resguardados sus bitcoins. También tiene la esperanza de que milagrosamente su esposa le llame para confirmarle que consiguió el extraviado papelito con las 12 palabras de recuperación. Ya se imagina el pitido de su teléfono, como el canto de un coro de ángeles, anunciándole que todo ha sido un mal susto.
Pero esto no ocurre, la realidad es otra. Sebastián ahora es solo un extraño hombre que se interna en una montaña de basura sin esperanzas que le consuele. Si solo se viese en el espejo, carga la imagen más lamentable que jamás ha tenido: repleta su ropa de salsa de tomate, jugo podrido de carne y excremento de bebé.
Los recolectores de basura lo miran en la distancia, pasándose mano a mano el termo de café de donde beben. Ninguno da crédito de lo que ve, comentan que Sebastián debe ser un desquiciado, porque no hay razón de peso —más allá de un hambre atroz— para internarse en aquella masa infernal de desperdicios.
Sin embargo, el atormentado hombre llama la atención de José, quien hoy ha quedado a cargo de la cuadrilla. Sebastián se presentó ante él, cuando llegó derrapando con el carro a la entrada del vertedero, como una persona errática, alterada y vehemente. Hablaba de que necesitaba conseguir algo «cuanto antes», un «aparatito blanco» que contenía «una cosa muy valiosa» y que estaba dispuesto a hacer lo que fuera para conseguirle.
Todas estas palabras sueltas habían resonado en los oídos de José como un billete de lotería. Pero ahora, viendo a aquel hombre remover bolsas y bolsas de basura, no sabía si realmente valía la pena contratacar. «¿Realmente está buscando algo valioso esta persona? ¿O solo es un loco que se escapó de algún sitio?», se pregunta mientras sorbe café apoyado en una de las máquinas de compactar.
Incapaz de predecir el desenlace de esta situación, José duda. No sabe si vale la pena gastar su tiempo en algo que podría no valer ni medio penique. Pero… ¿Y si se trata de un diamante? Entonces todo sería distinto, podría resolver su economía por unos cuantos meses, comprarle algo lindo a la novia y hacer unos arreglos en la casa.
El trabajador se relame los labios, se está preparando para preguntar a sus compañeros:
– ¿Qué crees que ha perdido ese hombre? ¿Un anillo de compromiso, un billete de lotería, una herencia?
– No, yo no creo, por lo que dijo cuando llegó me parece que es un pendrive. Oigan, ¿Y si es de esos que tienen archivos importantísimos que hacen temblar a la nación? Saldríamos en primera plana, ¿a qué no? —respondió riéndose otro de los recolectores.
– ¡Qué va! Si fuese así ya estaría aquí toda la policía y la gente del gobierno —agrega un tercero— Yo creo que es algo simple, con valor sentimental. La gente se pone así de loca cuando pierde la foto de una madre, la sortija de la esposa o un broche de no sé quién.
Él también mira a Sebastián, pero parece más interesado en las motivaciones de su actitud y no en el objeto que está buscando. Bingo. José sonríe: Nadie se ha dado cuenta. Pero el plan es perfecto: él, más que nadie, conoce al vertedero como la palma de su mano. Puede conseguir cualquier cosa, por muy pequeña que sea, en cuestión de unas pocas horas. Él conseguiría ese diamante mucho más rápido que aquel pobre diablo. Era el plan perfecto: nadie lo notaría.
– Voy a ir ayudarlo — dice José y arranca hacia el basurero. No espera los comentarios de sus compañeros, está determinado a no compartir su botín con nadie. Tampoco piensa hablar con el atormentado dueño, ya sabe que es una cosa pequeña y blanca, nadie se tiene que enterar que son dos los que la están buscando.
José agudiza sus sentidos. Dentro de la oscuridad compacta de su imaginación se va formando el perfil pentagonal de un diamante. Está brillando para él. Mientras el trabajador se sumerge en los caminos pastosos del vertedero, Sebastián sigue escarbando, pero ahora con el cuerpo cansado y el rostro lleno de sudor. El calor es infernal y el olor de la basura se condensa en un gas maloliente que lo marea. Está a punto de darse por vencido, lanzarse de lleno contra la basura y echarse a llorar de rabia.
¿Cómo se le ocurrió decirle a su mujer que botara todas las cosas que estaban en la última gaveta del escritorio? La pesadilla se concretó ayer, cuando estaban empacando los últimos objetos de la casa para la mudanza. Diana estaba encargada de todo lo de la oficina, ya tenía varias cajas listas cuando le preguntó en un grito de habitación a habitación si necesitaba algo de la última gaveta. Allí, según su descripción, había papeles y más papeles, unos pendrives y lapiceros que no funcionaban.
Puras cosas inservibles, pensó Sebastián, porque nunca utilizaba esa gaveta. Allí dejaba tirada las cosas que estaban dañadas, por eso era el lugar idóneo para guardar secretamente un monedero hardware de Bitcoin. No lo relacionó en aquel momento, eso fue lo que pasó, piensa Sebastián hoy en día. Ya no siente ni vergüenza de haberse equivocado y dicho a su mujer que botara todo, que nada de eso servía para algo. ¡Y hay que ver que ella le preguntó dos veces por los pendrives! Pero él los vio por encima, sin prestarle mucha atención, y le dijo que sí, que los botara. Estaba cansado de todo el ajetreo de la mudanza. Se quería ir a dormir, mañana era otro largo día, porque había que trasladar todas las cajas al nuevo hogar.
«¡Iluso!», se queja Sebastián a media voz. Había sido un iluso ayer al pensar que toda la pesadilla de mudarse iba a terminar allí, en una feliz foto de «casa nueva» en Instagram. Con solo mirarlo en este instante, cualquiera se podía dar cuenta de lo mal que puede salir una mudanza, de lo costoso que puede llegar a ser no cerciorarse de que algo es o no de valor a la hora de botarlo. Pero eso ni siquiera era lo peor de todo, el monedero se podía haber perdido con facilidad y no había problema, pero estaba casi seguro de que el papel con su frase de recuperación también estaba en aquella gaveta.
Toda la gaveta vaciada en el cubo de basura, toda la gaveta trasportada por un camión del aseo urbano, todos sus bitcoins ahora en el vertedero. «¿Perdidos por siempre?», se cuestiona. Sebastián deja de revolver en la basura y mira a su alrededor: kilos y kilos de desperdicio siguen sin ser revisados por sus manos.
Empieza a sentirse ridículo, ¿importa realmente conseguir el monedero? Podía estar aplastado por las compactadoras o por el peso de algún objeto desechado. Y si estaba dañado… entonces no había salvación. Había perdido también la frase de recuperación, no había manera de tener nuevamente sus bitcoins.
«Eres un irresponsable», piensa mientras trata de limpiarse un poco las manos en la superficie de su camisa. Ya no le ve el sentido a seguir buscando aquellos bitcoins, se los tragó el vertedero con todas sus esperanzas. La culpa es de él, quien sabía muy bien que la protección de sus ahorros en criptomonedas dependía exclusivamente de su persona.
Daniel se lo había dicho tantas veces, todavía puede escuchar la voz de su amigo en el fondo de su mente. «Guarda tu semilla en un lugar seguro que recuerdes», dice Daniel en su memoria. Le había parecido una excelente idea guardarlo en aquella gaveta «trampa», donde nada de lo que está dentro parece importante. Era un bobo, no tenía excusas.
Ni el estrés de la mudanza, ni el cansancio, ni su brillante plan. Nada lo iba a salvar del escarnio público y de los bitcoins perdidos para siempre. Sebastián se ha dado por vencido, ya no quiere seguir buscando. La vida es así: uno pierde cosas si uno es tonto. Asimismo, creía que lo tenía merecido; ahora estaba en cero. Ya no tenía bitcoins ahorrados para el futuro, ya no podía ganarle al mercado tradicional. ¡Inversión inteligente a la basura!
Sebastián va bajando por las laderas del basurero. La noche ya está cayendo sobre la ciudad, el vertedero se vuelve oscuro y húmedo. Se quiere ir cuanto antes. Los recolectores le miran a lo lejos, descubriendo en su cara el pesar de un hombre que ha fracasado. De José no hay rastro, pero nadie se preocupa, seguramente estará haciendo algo por allí.
Lo que nadie advierte en los linderos del basural es que en la mano de José brilla un objeto blanco y cuadrado. Está hecho de plástico y tiene una pantalla diminuta que no sabe manipular. José observa cada lado del extraño dispositivo, sin saber bien cómo hacerlo funcionar. «Era un asqueroso pendrive», dice con desagrado en un pensamiento. Ahora lo que faltaba era que su compañero tuviese razón, y fuese un aparato gubernamental importantísimo. Una cosa de esas que pasan en las películas gringas, donde meten a todos presos por conspirar contra el Estado.
José lanza el pendrive a la basura con toda la molestia que tiene acumulada en su cuerpo. Se siente estafado: él estaba esperando un incipiente y hermoso diamante. ¡Pero un juguetito de plástico, baj! Lo que quería él era hacerse millonario, o al menos resolverse el mes de agosto.
En fin: todo estaba dicho, aquel hombre era solo un desquiciado más, buscando porquerías en el vertedero. Tenía que volver a la faena, piensa José, la basura no se compacta sola.