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Bitcoin es una forma de resistencia pacífica frente a un mundo polarizado.
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Mientras el poder de censura crece, Bitcoin nos propone un sistema sin líderes.
Guerras, invasiones, decisiones geopolíticas cruciales, y un odio cada vez más arraigado en el ciberespacio. ¿El resultado? Familias destruidas, territorios arrasados, y nuevas generaciones marcadas por el resentimiento, listas para vengarse en las próximas décadas.
Lo único que veo es un mundo cada vez más dividido, más polarizado y herido, arrastrando conflictos sin resolver desde hace siglos y proyectándolos hacia un futuro igual de turbulento.
Así vivimos hoy: en una distopía que parece haberse vuelto una rutina. Y esa resignación silenciosa me resulta tan incómoda como los hechos mismos.
La dinámica del mundo se acelera. Y como siempre es más fácil destruir que construir, lo negativo se propaga como un jet stream imparable. Debatimos menos con argumentos, y más con provocaciones. Los algoritmos refuerzan nuestras burbujas, mostrándonos solo lo que queremos ver, no lo que necesitamos. Leemos menos, imponemos más.
Avanzamos en tecnología, sí. Creamos herramientas espectaculares que nos simplifican la vida. Pero al mismo tiempo, toleramos menos al otro. Nos volvimos más ansiosos, más selectivos, más impacientes, y ese caldo de cultivo alimenta conflictos de poder.
En medio de este caos, Bitcoin representa para mí un oasis en el desierto. Porque sus fundamentos son un recordatorio de que podemos hacer las cosas de otra manera. Un sistema que no dependa del capricho humano, sino de principios firmes. Algo que nos ayude a mantenernos cuerdos y enfocados, sin perdernos entre el ruido y las tentaciones.
Al menos, eso creo.
Ni una cosa, ni la otra
La política partidaria, la religión y la opinión de ciertos líderes funcionan, muchas veces, de manera similar a cuando un hermano mayor te daba un joystick desconectado, para que pensaras que realmente estabas influyendo en un juego donde, en realidad, él era quien tenía el mando.
Con frecuencia, se “compra” a un público instaurando un discurso que luego servirá para justificar un accionar posterior. “¡Sí, pero este presidente roba menos!” o “¡Mandó a matar a menos gente que el anterior!” son algunas frases frecuentes entre la gente.
Muchos no se resisten a tomar partido en una conversación y caen en la trampa. Para este grupo, es “blanco o negro”, sin posibilidad alguna de pensar fuera de la caja, sin permitirse cuestionar que ambos bandos podrían estar igual de equivocados.
Una buena parte de la humanidad siente la necesidad de pertenecer a “algo”, a algún movimiento con nombre y apellido, para así darle sentido y rumbo a su vida. Todos lo hacemos en mayor o menor medida, pero la diferencia siempre radica en el para qué buscamos eso.
La otra guerra: el exceso de información y las redes sociales
Además de los misiles y bombas que caen cada minuto destruyendo vidas inocentes, existe otro bombardeo del que pocas veces nos detenemos a reflexionar, quizás porque lo hemos naturalizado: la influencia en el consumo de información digital.
Lo dijo recientemente el primer ministro de Israel, Benjamin Netanyahu, mientras se empecina con arrasar por completo a Gaza, asegurando que “las armas van cambiando a lo largo del tiempo, y hoy esas armas están en las redes sociales”. Puso además a TikTok y a X en los primeros puestos de influencia mundial.
Pero no es solo eso. Día a día, los gobiernos disponen de herramientas de vigilancia, persecución y censura con una eficacia nunca vista.
Hoy en día, es frecuente el bloqueo de redes sociales a determinadas personas que se oponen a un gobierno. O bien, “apagones” totales de aplicaciones para generar una desconexión intencionada entre los habitantes de una región.
En otros casos, ya se deniegan visados solicitados para ingresar a países. Un ejemplo más extremo es el de Nicaragua, donde su copresidente Daniel Ortega ha expropiado bienes a opositores y los ha despojado de su nacionalidad.
Y esto es solo el principio de lo que nos espera.
Uno menos, mil nuevos
Muchos seres humanos viven con la falsa idea de que, si logran exterminar por completo a su «bando contrario», el mundo será automáticamente un lugar mejor.
Pero la historia nos ha demostrado, una y otra vez, que en el intento de erradicar aquello que se odia o se rechaza, la situación puede reconvertirse en algo peor.
En 2016, se viralizó un video de la BBC que ilustra esto de forma contundente. En él, Kadhim al Jabbouri, un mecánico iraquí que alguna vez reparó motocicletas para el régimen de Saddam Hussein comparte su historia. Asegura que al menos 14 miembros de su familia fueron asesinados por ese mismo régimen, y que él mismo participó en la demolición de la estatua de Hussein en Bagdad tras la invasión estadounidense en 2003.
Sin embargo, más de una década después, con el país devastado por la guerra y sumido en el caos, Irak se convirtió en un foco de violencia, corrupción y sufrimiento generalizado. En palabras de Kadhim: “Saddam se ha ido, pero en su lugar hay 1.000 Saddams”. Incluso llegó a expresar su deseo de reconstruir la estatua.
Cambian los nombres, los rostros y los discursos, pero la lógica del poder muchas veces se recicla en formas aún más peligrosas. Una “rebelión en la granja” hecha realidad.
Un caso similar es el de Ahmed al-Sharaa, el autoproclamado presidente de Siria desde principios de este año, tras haber participado en el derrocamiento de Bashar al-Assad. Al-Sharaa fue afiliado de Al-Qaeda, y en su momento Estados Unidos ofreció una recompensa de 10 millones de dólares por su captura.
En enero, dejó atrás el turbante, se recortó la barba y colgó su AK-47. Recientemente, apareció en la Asamblea General de las Naciones Unidas en Nueva York, vestido con saco y corbata, saludando a las autoridades como un diplomático más. Dio su discurso y se sentó entre jefes de Estado.
Todo esto nos recuerda cuán complejos y muchas veces absurdos pueden ser los juegos del poder.
Bitcoin, en cambio, representa una idea totalmente distinta. Nos anima a no seguir líderes, a desconfiar de la concentración de poder, y a evitar la tentación de identificarnos ciegamente con una figura humana que siempre puede cambiar de opinión, traicionar principios o dejarse corromper.
Tal vez uno de los mayores aciertos de Satoshi Nakamoto fue desaparecer. Su ausencia no solo eliminó el riesgo de culto a la personalidad, sino que dejó algo más fuerte: una idea sin dueño.
Una protesta pacífica
Si estás leyendo esto, es porque tenés libre acceso a información digital. Solo eso ya te convierte en una persona privilegiada. Tenés en tus manos la capacidad de hacer zoom out y ver, con mayor perspectiva, lo que está ocurriendo en el mundo. Y, sobre todo, de darte cuenta de que, muchas veces, quienes creemos que vienen a salvarnos, son en realidad quienes quieren mantenernos atrapados.
La política (al menos como la conocemos hoy), rara vez funciona de forma ciento por ciento limpia. Para llegar a ser político, hay grupos que te tienen que “ayudar a llegar”. Esos grupos tienen poder real, y aunque no siempre dicten directamente lo que debe hacerse, imponen condiciones.
Favores que hay que devolver. Decisiones que ya no dependen de la ideología propia. Lo prometido se diluye. Y, en muchos casos, no se duda en usar cualquier herramienta disponible para proteger intereses: desviar fondos, extorsionar, perseguir o censurar a quien moleste demasiado.
Una de las cosas que más me gustan de Bitcoin es su componente político, aunque paradójicamente, no respondiendo a ningún partido. Porque sí: difundir la idea de Satoshi es hacer política, pero de una forma completamente distinta. Sin líderes, sin fundaciones, sin empleados, sin candidatos, sin corrupción, sin armas, sin presupuestos, sin campañas de marketing. Una política eficiente, transparente, voluntaria y, por encima de todo, neutral.
A Bitcoin no le importa tu preferencia sexual, tu religión, tu partido, tu país de origen, tu idioma, si tenés sobrepeso, si sos un terrorista o si te gusta el helado de menta granizada (motivo de discusiones si los hay). Eso, que suena simple, hoy representa un oasis en medio del desierto.
Siempre recordá en qué momento se presenta el whitepaper de Bitcoin. Y no. No es solo el año en que se estrenó Kung Fu Panda, sino también el año de la gran crisis financiera global: 2008. Bitcoin nace en un contexto desafiante, como una respuesta, y demuestra desde el primer día una resiliencia pocas veces vista frente a un sistema de tintes orwellianos.
La luz al final del camino
Puede que todo esto suene bastante oscuro, pero no acostumbro a dejar a mis lectores con un sabor amargo. Al contrario: si algo nos queda como individuos, es la capacidad de cambiar. De crecer. Y, sobre todo, de tomar decisiones que a veces nos impliquen mover el timón abruptamente.
Recientemente, le preguntaron a Elon Musk qué le dejó su breve experiencia como funcionario público de Estados Unidos este año. Su respuesta fue contundente: “El gobierno es básicamente irreparable”.
Independientemente de lo que cada uno piense sobre el actual hombre más rico del mundo, todos sabemos que participar en el gobierno del “presidente stablecoin Trump” (como lo bautizó recientemente Alex Gladstein), o en cualquier otro, implica avalar ciertas cosas y callar otras. Un mayor déficit, una deuda descontrolada, entre otras.
Para su propio bien, lo mejor que hizo fue retirarse y seguir su camino original. Un camino sobre el cual sí tiene poder de influencia para el progreso: lanzar cohetes, construir los vehículos del futuro y desarrollar tecnología de punta en múltiples rubros.
Y es ahí donde aparece una reflexión más profunda: cuando incluso alguien con el nivel de poder e influencia de Musk admite que no puede cambiar el sistema desde adentro, ¿qué queda para el resto de nosotros?
En ese sentido, herramientas como Bitcoin representan una gran alternativa. No una solución mágica, pero sí una herramienta que nos permite mantenernos honestos intelectualmente.
Nos invita a cuestionarlo todo, a desarrollar nuestro espíritu crítico frente a las injusticias que nos rodean a diario y a ofrecer nuestra prueba de trabajo para lograr el cambio que buscamos en el mundo.
Bitcoin es, en cierto modo, una forma de canalizar ese deseo de transformación. Es un faro en medio del ruido y la desinformación. Una rebelión sin violencia, voluntaria y sin rostro, no dirigida por ninguna figura reconocible a simple vista.
Creo yo que esa es una de las batallas más dignas de las cuales podemos formar parte hoy en día. Ya existe. Lo único que nos falta es acercar esta oportunidad a más personas.