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Turing convirtió todos sus ahorros en lingotes de plata por miedo a la ocupación alemana.
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Codificó la ubicación con un cifrado personal, reflejando su obsesión por la seguridad.
Para algunos historiadores, más que un genio matemático soy un personaje bastante excéntrico y un poco paranoico. Curiosamente, esta historia que aquí contaré servirá para echarle fuego a esas habladurías. Aun así, creo que merece la pena compartirla con ustedes, queridos bitcoiners y entusiastas de la tecnología.
Este suceso que les contaré a continuación es probablemente una de las ironías más grandes en la historia de la criptografía. Voy a confesarles un extraño relato en el que yo, Alan Turing, soy tanto el héroe como el villano; víctima y victimario, verdugo y condenado.
Quizás mi relato no solo les resulte entretenido; incluso puede que aprendan por experiencia ajena y tomen las precauciones necesarias para no cometer los mismos errores. Ya veremos.
Advierto que en esta historia se combinan varios aspectos interesantes que, estoy seguro, llamarán su atención como lectores: plata —mucha plata, de hecho, todos mis ahorros—, criptografía, coordenadas y un mapa del tesoro.
Parece la mezcla perfecta para cualquier nerd, ¿verdad? El parque de diversiones ideal para un amante de los acertijos. Eso era lo que yo pensaba también. Pero basta de lamentaciones y vayamos con un poco de contexto de lo que me sucedió en Bletchley, Inglaterra, en pleno desarrollo de la Segunda Guerra Mundial.
¿Paranoia o sentido común? Los pormenores de la guerra
El episodio tuvo lugar en 1940, momento en el que Reino Unido estaba bajo la inminente amenaza de la Batalla de Gran Bretaña. En el transcurso de este conflicto bélico, muchos nos hicimos a la idea de que los alemanes invadirían nuestras tierras. Todos nos cuestionábamos sobre nuestra suerte y sobre los posibles resultados del enfrentamiento.
Ante una posible ocupación, era natural que las personas estuviesen preocupadas por el posible colapso económico del país y la pérdida de sus bienes. Fue entonces cuando decidí proteger mis pertenencias; si lograba ocultar mi dinero, podría salvar mi pellejo en caso de que sucediera el peor de los escenarios.
Yo sabía que durante la Primera Guerra Mundial la plata había aumentado su valor, por lo que decidí convertir todos mis ahorros en dos barras de plata (en aquel momento esto eran aproximadamente unas 250 libras esterlinas). Pero ¿dónde las podría guardar? Entre los nervios y la exaltación del momento, decidí llevar mi tesoro a un bosque cercano de Bletchley.
Un mapa del tesoro
Para no levantar sospechas, llevé los lingotes en un viejo cochecito —no soy tan excéntrico como parece, ¡lo juro! — y luego los enterré en dos lugares que, en aquel entonces, me parecieron los más adecuados: en el lecho de un arroyo y entre un conjunto de árboles.
En este momento es cuando empleé todas mis potencias de cálculo mental para recordar la ubicación de mi tesoro, y al mismo tiempo proteger la información, registré las coordenadas mediante una encriptación. Satisfecho con mi trabajo y mi aventura, regresé a mi trabajo en Bletchley Park, donde me dediqué a descifrar los mensajes de la máquina Enigma.
Fue durante este periodo que logré hacer historia con el desarrollo de Bombe, la máquina que permitió descifrar los informes de los nazis. Modestia aparte, en ese momento mi equipo y yo cambiamos considerablemente el curso de la guerra. —Ese es otro cuento que puedes conocer aquí, en CriptoNoticias—.
Fin de la guerra: inicia una búsqueda infructuosa
Después de aquella expedición en el bosque, estuve unos cuantos años sin preocuparme por mi tesoro. Sin embargo, el fin de la guerra se anunciaba como un momento prometedor para desenterrar mis ahorros. En 1946, decidí iniciar una búsqueda de los lingotes… Cuando regresé al bosque, no imaginaba que esa expedición marcaría uno de los episodios más absurdos y frustrantes de mi vida.
Luchaba por recordar qué significaba mi encriptación y dónde habían quedado enterrados aquellos lingotes. Extrañado y decepcionado, decidí no rendirme todavía y le pedí ayuda a un amigo. Para esa ocasión decidimos prepararnos y nos equipamos con un detector de metales casero.
Para convencer a mi amigo de que me ayudara, le prometí un porcentaje del tesoro. Sin embargo, él decidió cobrarme un pago de £5 por su ayuda. Hizo lo correcto, el muy bribón, ya que una vez más me fui del bosque con las manos vacías. Me sentía decepcionado y desconcertado: ¿cómo era posible que mi mapa hubiese fallado de forma tan estrepitosa?
Un último intento…
Un par de años más tarde pasé a visitar a unos amigos por Woburn Sands. Como estaba cerca del lugar, decidí organizar otra excursión, pero esta vez pude equiparme con un detector de metales comercial —por fin algo diseñado para encontrar metales y no para jugar al científico loco en mi garaje —. De nuevo tuve la esperanza de reencontrarme con mis extraviados ahorros.
Intenté recorrer los lugares donde supuestamente había guardado el dinero. Sin embargo, para ese entonces el paisaje había cambiado bastante; donde antes había un arroyo y barro, ahora había hormigón. Ni siquiera utilizando el detector de metales profesional tuve suerte. Desolado, decidí renunciar esta vez de forma definitiva a mi dinero.
Finalmente tuve que aceptar que yo, el hombre encargado de descifrar Enigma, no pude descifrar nunca mi propio mapa.
¿Cómo se relaciona mi historia con Bitcoin?
Pues bien, queridos bitcoiners y entusiastas, ahora quiero culminar este relato con una reflexión un poco embarazosa. Mi aventura con la plata enterrada no es solo una anécdota excéntrica del pasado; es un experimento similar a algo que ustedes hoy en día conocen muy bien: la autocustodia.
Antes de que existieran frases semilla, claves privadas o wallets frías, trabajé con la idea de que la seguridad verdadera exige que nadie más tenga acceso a tus bienes. Me hice con un activo valioso independiente del sistema bancario, lo guardé fuera de alcance estatal y confié la propiedad exclusivamente a un secreto criptográfico que solo yo conocía. ¿Les suena?
Me temo que estaba aplicando, sin darme cuenta, una versión primitiva de lo que hoy llaman cold storage: dos bloques de valor almanecados fuera del dominio de cualquier institución, protegidos por un dato cifrado. Lamentablemente, me faltó documentar lo más importante: una copia de seguridad legible para mi yo del futuro
Lo irónico es que mi historia encierra la moraleja más repetida del ecosistema Bitcoin:
“Si pierdes tu clave privada, pierdes tu dinero.”
Yo lo aprendí dolorosamente en carne propia. Mis barras de plata eran mis satoshis; mi mapa cifrado, una frase semilla artesanal; y mi olvido, el equivalente histórico a perder el acceso a mi wallet para siempre.
Un consejo del pasado
Así que, sin pretender dar lecciones desde el más allá, déjenme decirlo con algo de sarcasmo británico: no presuman soberanía financiera si no están preparados para sostenerla. La autocustodia es un privilegio, pero también es una carga; exige disciplina, estructura mental y un pequeño toque de paranoia bien administrada —de la clase que yo, paradójicamente, no jugué lo suficientemente bien—.
Quizás los entusiasme saber que más de medio siglo antes de Bitcoin ya estábamos experimentando con la idea de una propiedad garantizada por secretos, no por instituciones. Yo lo intenté con plata y cifrado manual; ustedes lo hacen con algoritmos, wallets y hardware. La tecnología ha avanzado, pero el principio sigue siendo parecido:
La criptografía no te protege de ti mismo.
Así que, queridos lectores, si algo pueden aprender de mi error es lo siguiente:
hagan respaldos, verifiquen sus claves, no confíen en su memoria y nunca subestimen la ironía del destino. Que no les pase como a mí: descifré Enigma… pero jamás descifré mi propio mapa del tesoro.
Disclaimer: Esta narración se basa en una anécdota atribuida a Alan Turing que circula en biografías, memorias personales y artículos históricos, pero cuyos detalles varían según la fuente consultada. No existen documentos verificables que confirmen la existencia del mapa cifrado ni la naturaleza exacta del método que Turing habría utilizado para registrar la ubicación de sus lingotes. Algunas versiones sugieren que perdió la nota; otras, que no pudo descifrarla después de la guerra. Por lo tanto, este relato debe entenderse como una reconstrucción literaria de un episodio legendario asociado a su vida, más que como un hecho histórico plenamente documentado.